No es una fiesta al uso, no es una calcomanía de una manifestación lúdica plural, no es una celebración popular que se repite cada año siguiendo un esquema rígido. Mejor dicho (escrito), es todo eso, pero es mucho más: el Zangarrón de Sanzoles es una mascarada de invierno, sí; es una explosión ruidosa, alegre, bullanguera, claro; también un hecho colectivo que se extiende como el aceite y lo salpica todo, por supuesto; pero es, sobre todo, el espíritu de un pueblo: Sanzoles es el Zangarrón y el Zangarrón es Sanzoles.

El municipio de Tierra del Vino abrió ayer el ciclo de mascaradas de la provincia. Y lo hizo, como corresponde, a la carrera y con una niebla meona. Es lo que tienen las celebraciones en invierno, que ya llevan incorporadas las inclemencias meteorológicas y no influyen para nada en su desarrollo. Diego Salvador Santos, mitad sanzolano y mitad alistano, encarnó la figura mágica y lo hizo con orgullo y con patas. Cumplió con creces, llevando otra vez a la saga de los Salvadores a lo más alto. Corrió, sacudió, pegó, guardó las filas, arropando a los quintos-danzantes y al tamborilero, en definitiva pasó con sobresaliente a la pequeña historia local.

Sanzoles languidece por la pérdida de población y el envejecimiento de sus vecinos, pero la fiesta del Zangarrón crece y crece, va a más, no hay quien la pare porque tiene raíces gordas a las que se abrazan los más pequeños. Y en la localidad de Tierra del Vino los niños sanzolanos (aunque nazcan fuera del municipio) vienen con el Zangarrón en vena.

Fiesta de interés regional, aspira desde hace años a la calificación nacional, que en ello está el Ayuntamiento y los vecinos. Y desde hace años, un nuevo horizonte se ha abierto tras el documentado y razonado estudio del filólogo y musicólogo José Manuel González Matellán, quien pide para la música (flauta y tambor) de esta mascarada (también para el vecino Venialbo) la declaración de Patrimonio de la Humanidad.

El sonido machacón, que más parece una marcha militar que mueve los pies y brazos de los once danzantes, muy atentos siempre a los sones y movimientos de Tanis, bien pudiera haber marcado el ritmo de avance de las legiones romanas hace veinte siglos o más. La función está plagada de guiños donde se esconden las influencias del paso del tiempo.

En la fiesta del Zangarrón, si se hace un rastreo en profundidad y con los ojos bien abiertos, existen claros vestigios sobre todo de la cultura agraria (vergajo, rabo de toro, vejiga de cerdo, mantas de caballerías...), pero también de la parafernalia militar (leguis, guardias para controlar las barajas de cencerros, la comida del mutis) y de la liturgia religiosa (procesión de San Esteban y la explicación de la peste y sus consecuencias).

Esta manifestación es tan rica que bebe en muchas fuentes. Y que nadie se asuste si alguien equipara al Zangarrón con la figura del chamán y la función en general como una ceremonia de iniciación propia de la prehistoria, de los tiempos oscuros del Neolítico. Hay muchos elementos que invitan a pensar que esta fiesta y las mascaradas de invierno en general son anteriores al cristianismo, cuando el bien y el mal estaban en constante colisión y los miedos de las colectividades afloraban en la vida diaria.

Sanzoles volvió a cumplir ayer con la tradición y lo hará muchos años porque los sanzolanos que viven en pueblo (cada vez menos) y los enraizados llevan a gala el cordón umbilical que los une y que quieren mantener por encima de todo. El Zangarrón hace pueblo y tiene futuro.