Ya no existe aquel viejo y legendario Fermoselle que al final del otoño olía al mosto que se cocía en las bodegas del pueblo. También se evaporaron los aromas que desprendían las tahonas y las fábricas de aceite en los meses de invierno. Pero no solo se perdieron todas aquellas fragancias naturales que eran la señal del empuje y la fuerza productiva de la villa, también desapareció su paisaje más característico: los paredones, plantados de viñas y olivos, cultivados con el mimo de un jardín japonés, que descendían irregulares y zigzagueantes hasta el mismo curso del Duero y el Tormes. Incluso las tierras más llanas fueron progresivamente colonizadas por un ejército invasor de encinas, tomillos y escobas.

En ese mundo perdido y añorado se adentra Antonio Segurado González, "Marisiego", enólogo de profesión y pintor aficionado, quién con un estilo realista y un toque naif, ha recuperado en 17 lienzos los colores y la atmósfera rural del Fermoselle de la década de los años 50 del siglo pasado. La exposición que estará en la Casa del Parque durante todo el mes de agosto, se centra en el trabajo manual de las viñas y la producción artesanal del vino. Por eso, por sus cuadros desfilan todos los oficios relacionados con ese cultivo: la poda, la recogida manual de los sarmientos, la cava, la arada, los injertadores, la vendimia, el acarreo, los sacadores de pellejos y finalmente la elaboración del vino en las bodegas. Retrata una etapa anterior a la mecanización, por eso en sus cuadros la tecnología más avanzada es la del arado romano o el carro de llantas tirado por burros y mulas. También aperos en desuso como los esnales, unos cestos de mimbre utilizados para trasladar las uvas a las bodegas y que dejaban en los caminos un reguero de pérdidas y de mosto oloroso y pegajoso.

También dedica varios cuadros al sacrificado trabajo en el interior de las bodegas subterráneas excavadas en el granito o la pizarra y que se iluminaban únicamente con la luz tenebrosa de un candil. Casi todo se hacía mano, desde la pisada de las uvas con los pies descalzos en grandes baños de madera, al llenado de las cubas, el trasiego o la saca posterior del vino ya elaborado para su venta en unos recipientes llamados "pellejos", hechos de piel de cabra y con capacidad de hasta 90 litros. Pero además de pintar, Segurado ha incluido debajo de cada cuadro un texto explicativo e incluso documenta la llegada al pueblo de la temible plaga de la filoxera a finales del siglo XIX y la recuperación posterior del viñedo con la importación de majuelos americanos.

Segurado, que empezó a trabajar de niño cuando tuvo fuerza para ir a la fuente a buscar dos litros de agua con un cántaro para lavar cubas, recuerda que siempre tuvo facilidad para el dibujo y que los maestros del pueblo le aconsejaron a su padre que le matriculara en una Escuela de Bellas Artes. Pero la respuesta contundente e inapelable del tío Marisiego fue que los pintores se morían de hambre y que había que trabajar. Al final estudió enología en Madrid y dedicó toda su vida profesional al vino, subrayando que "hacer vino es también otro arte".

Ahora, a sus 68 años, jubilado, tras explotar una bodega propia en Fermoselle y trabajar después 25 años como enólogo en Rivera de Duero, ha vuelto a los lápices y los pinceles para recuperar, según dice, los colores y los años de su infancia y de paso hacer un homenaje a sus ancestros y a la gente de su generación. La obra de Segurado retrata un mundo perdido, de campesinos duros y adustos, de esa España rural que se fue vaciando por el exceso de privaciones y la falta de oportunidades. Por eso, además de recuperar el tiempo cuando los Arribes eran verdes en pleno mes de agosto, servirá como archivo documental de una época que ya solo existe en la pupila y en la memoria de una generación que en unos años se extinguirá definitivamente.