Un destello entrevisto en lo alto de la torre de la iglesia de Alcañices hizo que los guardias civiles montaran las armas, ras. Fueron segundos de gran tensión. Alguien gritó "no, tranquilos, es Jesús de la Calle, el fotógrafo; siempre hace fotos desde las alturas". Fue en junio de 1997 en la visita del rey Juan Carlos a la villa alistana con motivo del VII Centenario del Tratado de Paz. Es una anécdota que define al personaje que se nos acaba de ir tras varios años escondido en el limbo de las telarañas mentales. Era tan singular que hasta tenía el don de la ubicuidad solo dado a los genios. Y cuando no estaba donde se le suponía, recreaba la situación, como hizo cuando, acabado un pleno de la Diputación, subió a los diputados, ya en la calle, al salón de la Encarnación para hacerles la foto. Así era Jesús de la Calle: lenguaraz, católico (a su manera) y mucho mejor para amigo que para enemigo. Hospiciano que conoció a su madre y hermanos, bebió los vientos por sor Ignacia Idoate, su Madre adoptiva con calle y monumento en Zamora gracias a él.

Jesús de la Calle Alonso fue un adelantado de la fotografía que inventó las imágenes aéreas cuando no había drones (a él con una escalera le sobraba). Superviviente de los tiempos oscuros, de miseria, trabajó en mil sitios porque era hombre orquesta con labia de chalán que vivía al otro extremo del sentido del ridículo. Presumía de haber sido minero en Alemania (chapurreaba la lengua germánica) y de haber conocido (y tratado) a Benedicto XVI, cuando solo era el cura Joseph Aloisius Ratzinger. Pero también fue chófer, soldador, vendedor de todo lo vendible, pastor, agricultor, periodista de radio?

Fue el mejor fotógrafo del mundo, eso no hay quien se lo quite ya. Ahora hay que conservar su legado, incluida esa Leica maravillosa que me ofreció como pago por escribir la novela sobre su vida que, tan suyo como era, se ha llevado con él. Jesús, qué la tierra te sea leve. Tu memoria no desaparecerá mientras estemos aquí tus amigos.