El prolífico escritor y periodista Alberto Vázquez-Figueroa Rial, nacido en Santa Cruz de Tenerife el 11 de octubre de 1936, con un bagaje humano y profesional a sus espaldas repleto de odiseas por los episodios vividos en guerras desatadas en uno y otro continente, también cuenta en su historial con la participación en el rescate de cadáveres de los infortunados ribalagueses arrastrados al Lago de Sanabria tras la rotura de la presa de Vega de Tera el 9 de enero de 1959. La dramática experiencia le marcó, de tal modo, que la borró de su memoria y durante cincuenta años nunca más quiso volver al Lago de Sanabria. Esta es su testimonio, recogido en el 2009 por LA OPINIÓN-EL CORREO.

-¿Cómo fue para participar como buzo en el rescate de víctimas de la tragedia de Ribadelago?

-Era entonces uno de los primeros profesores de submarinismo que había en España. Estaba haciendo el último curso de periodismo en la Escuela Oficial y vinieron a verme dos señores de la Dirección General de Seguridad que sabían del curso de submarinismo y me pidieron que reuniera un equipo. En aquel tiempo los buceadores españoles capacitados eran pocos y reunimos a nueve. Recuerdo que nos llevaron en un viaje infernal, de noche, por aquellas carreteras, hasta Ribadelago.

-¿Qué encontró entonces al llegar al Lago de Sanabria?

-La situación era muy mala porque en aquel tiempo los trajes de goma eran muy malos. El agua se metía por todos lados y estaba a dos grados. Abajo, en el fondo, permanecía todo revuelto. Había barro en suspensión y no se veía ni a tres centímetros. Las truchas nos daban unos sustos de muerte porque pasaban y te tocaban. Ibamos sacando lo que podíamos, según lo tanteábamos. No podíamos estar nunca más de diez o quince minutos por el frío. Arriba había unas barcazas metálicas del Ejército. Tenían unos calderos llenos de agua caliente y cuando emergíamos no nos podían ni tocar porque teníamos tanto frío y estábamos tan agarrotados que sentíamos un dolor insoportable. Nos sacaban por la cintura, nos sostenían y nosotros metíamos las manos en el agua caliente hasta que empezábamos a reaccionar.

-¿Qué sensación existía en el interior del Lago?

-Era un miedo terrible porque podías quedar abajo enganchado o enredado en cualquier sitio, y con miedo a que el traje se rompiera. Pasé los días más terribles de mi vida porque intentabas sacar cadáveres, se partían y no sacabas más que pedazos. Y estaban allí todos los parientes esperando. Era algo dantesco. Una situación y una impresión de lo más dramática y dantesca que se pueda imaginar

-¿Cuántos días estuvieron buscando a los desaparecidos?

-No sé si estuvimos una semana o diez días. Quedamos agotados. Me pasó un cosa curiosa. A los pocos días de salir de allí me di cuenta que aquello se volvía obsesivo. Estaba todo el día recordándolo y decidí no volver a acordarme, retirarlo de mi memoria y durante 50 años no quise ni volver al lugar, pese a que he estado algunas veces en Zamora.

- Con motivo del 50 centenario de la tragedia regresó al lugar. ¿Cómo encajó el retorno?

-Después de haber visto muchas guerras como corresponsal, y tras muchas impresiones también muy malas, al llamarme para el documental televisivo, pues, consideré que ya era momento. Pero curiosamente, durante la entrevista, al recordar aquel momento tan trágico, me emocioné y le dije al equipo que parara un momento para recuperar el habla. Y sorprendentemente a las tres y cuarto o tres y veinte de la tarde sonaron las campanas tocando a muerto, lo cual nos puso a todo los pelos de punta porque yo no creo en cosas sobrenaturales. Nadie se explicó por qué sonaban. Fue muy impresionante.

-¿Qué profundidad lograban alcanzar en las inmersiones?

-Llegábamos abajo. En la primera inmersión llegué a treinta o treinta y tantos metros, que era la profundidad de la zona donde trabajamos. Tampoco podíamos bajar a más porque el agua estaba muy fría. Además era todo como tinta china. Meternos más abajo exigía pararnos para la descompresión y no estábamos en condiciones de pararnos para hacer descompresión, porque te quedabas absolutamente congelado. Hubo compañeros que en cuanto el agua les llegaban al cuello perdían el conocimiento. Y a veces estábamos a punto de ahogarnos por puro frío. En estas mismas fechas, hace cincuenta años, estábamos allí. Con unos trajes de goma que entraba el agua por todas partes.

- ¿Qué consiguieron recuperar?

-Brazos, piernas... Lo sacábamos con mucho cuidado procurando que los familiares no lo vieran. Se entregaba a los soldados o a la Guardia Civil que estaban allí y nosotros no sabíamos más del tema. Nos olvidábamos. Tampoco la Guardia Civil permitía mucho que la gente viniera a preguntar por lo encontrado. Era dramático decir a aquella gente que habíamos encontrado un brazo, una pierna? Era muy duro. Cuerpo entero creo que no sacamos ninguno. Sacábamos pedazos. Estaba todo mezclado con carretas, cables. Estaba todo semienterrado en el fango y a esa profundidad no podíamos hacer fuerza para sacarlos porque nos hundíamos nosotros mismos en el fango. Era apocalíptico.

-¿Qué equipos manejaban los buzos?

-Simplemente unas botellas y unos trajes muy malos. Había de dos tipos. Unos de volumen constante, que eran un tipo de goma rígida, como los que usaban los buzos normales, de la cabeza bronce y el pie de plomo. Ese traje tenía una caperuza y como quedaba muy holgado por dentro había que ponérselo con un jersey o algo así. Pero era muy peligroso porque, claro, un buzo está sujeto a la superficie con una cuerda y, si entra agua, desde arriba lo sacan. Nosotros teníamos como unas botellas portátiles de aire comprimido. Si en algún momento, estando abajo, por un cable o cualquier cosa, se rajaba el traje o se llenaba de agua, el peso impediría salir y entonces quedaríamos abajo ahogados. Otros trajes eran los primeros de neopreno, y entraba el agua por todas partes. Lo que hacíamos cuando nos sumergíamos era orinarnos porque el agua que había entrado se calentaba y la propia orina era lo que realmente te calentaba un poco el cuerpo. Pero a los diez minutos aquel efecto había pasado y empezaba a temblar, a temblar a temblar, y perdías el conocimiento. A los diez minutos había que subir. Arriba a esperaba la barca, que sabía donde estaba cada buceador por las burbujas. En cada barca había cuatro o seis soldados que nos sujetaban inmediatamente por el cinturón. Esperaban a que metiéramos las manos en agua caliente, a que reaccionáramos y luego nos subían a bordo.

-¿Cuántas inmersiones hacían al día?

- Dos o tres inmersiones, no más porque quedabas agotado.

-¿Dónde se hospedaron?

-Nos hospedábamos en un pequeño hotel llamado Bello Lago, situado a la orilla mismo del Lago. Considerado como cuartel general de operaciones. Yo publiqué entonces unos artículos para el diario del Gobierno "El Alcázar".

- ¿Cómo ha visto ahora el lugar?

-La zona está preciosa, hacía un sol espléndido y el día maravilloso. Me encantó. Volveré algún día con tranquilidad porque realmente el sitio es muy bonito y ya se me ha pasado esa cosa de no querer volver allí. La gente fue cariñosa. Hubo un barquero que era un niño cuando ocurrió, que perdió a ocho personas de su familia y decía que recordaba a los hombres rana porque éramos la esperanza del pueblo, que esperaba que devolvieran a los seres queridos.

-¿Qué piensa ahora de la tragedia de Ribadelago?

- Me alegro que todo haya pasado. No en vano ha pasado medio siglo. Muchos de mis compañeros han muerto. Yo era de los más jóvenes, acababa de cumplir 22 años.

Jefe de los submarinistas e informador de "El Alcázar"

Alberto Vázquez Figueroa intervino como jefe de los submarinistas y además, como periodista, ejerció el oficio para el periódico "El Alcázar".