Era medianoche del 9 de enero de 1959 y todo estaba en calma en Ribadelago. Los termómetros marcaban 18 grados bajo cero en la fase más dura del invierno y el entorno del Lago de Sanabria sufría las inclemencias del tiempo sin imaginar que aquel día el mundo se le iba a venir encima.

A las 00.10 horas, la presa de Vega de Tera, que había sido inaugurada en 1956, reventó y liberó ocho millones de metros cúbicos de agua que descendieron hacia el pueblo arrasando con todo lo que encontraron a su paso. En menos de un cuarto de hora, Ribadelago se sumergió en un infierno.

Quienes salieron a la calle alertados por el ruido pudieron situarse en zonas elevadas para salvar la vida; otros tuvieron la fortuna de que sus casas no fueran víctimas del impacto del agua. De las 532 personas que vivían en Ribadelago, 144 murieron aquella noche.

Para ahondar en el dolor, tan solo 28 cadáveres fueron recuperados. El periodista Alberto Vázquez Figueroa, entonces submarinista en las tareas de rescate en el Lago de Sanabria, tumba acuática de las víctimas, recordaba aquello como una de las experiencias más duras de su vida: "No sacamos ningún cuerpo entero. Sólo piernas y brazos", rememoraba en una entrevista en La Opinión-El Correo.

La mala calidad de los materiales y las deficiencias de la construcción provocaron la rotura de la presa, pero las responsabilidades penales quedaron en nada y las indemnizaciones fueron ridículas para unos supervivientes que, en muchos casos, lo habían perdido todo.

La memoria de aquella tragedia ha ido llenando el imaginario colectivo poco a poco en cada aniversario, con homenajes como el que se realizó cuando se cumplió medio siglo de la catástrofe. Desde entonces, una escultura de Ricardo Flecha sirve como símbolo de un desastre evitable, que quedó impune y que marcó para siempre a Ribadelago y a Sanabria.