Como me lo contaron se lo cuento. Era un matrimonio con dos hijos. Los cuatro vivían de la agricultura y ganadería en un pueblo. El hijo mayor casi en edad escolar empezó a ayudar a su padre en las tareas agropecuarias. Amante del campo, consiguió con su esfuerzo y sus conocimientos que la hacienda fuera, poco a poco, creciendo. El vástago más pequeño se quedó prendido en los libros. Valía -también el otro- para estudiar y cuando acabó la escuela se fue a la universidad. Como la explotación se iba haciendo cada vez más grande, no hubo becas. La familia pagó la carrera del hermano pequeño, la estancia en Salamanca, también el máster imprescindible para encontrar empleo, que no fue fácil, porque por medio siempre hay alguna crisis. Un porrón de euros, pero todo se dio por bien empleado. El chaval prometía y la familia montó su destino sobre él. ¿El hermano mayor? Siguió y siguió trabajando para todos los demás. La madre enfermó y después de un tiempo de sufrimiento, murió. El padre se quedó sin fuerzas, su ánimo enflaqueció; deprimido y vencido, colgó su alma a la intemperie. Pero siguió controlando la hacienda. Todo era suyo y solo veía con los ojos del hijo pequeño, que se colocó bien, ganaba un buen sueldo, se fue a la costa. Obtuvo reconocimientos sociales, algún premio. Era una estrella. Pero el destino siempre pasa por el mismo aro. El padre sufrió una enfermedad degenerativa, que lo tumbó en cama durante años. El tratamiento costaba una fortuna, difícil de soportar incluso para una hacienda pudiente como la de la familia. El hermano mayor pidió ayuda al menor, pero la respuesta nunca fue clara. Muchas evasivas, medias palabras. No hubo apoyo: "Ya sabes, yo tengo mi vida aquí, tres hijos, mi mujer tiene mucha familia, ya sabes...".

Al llegar a este punto, pregunté al que me contó el cuento: "¿Pero toda esta historia, ¿para qué?". Me respondió: "El hijo mayor es España y el pequeño Cataluña y el País Vasco"...

Como me lo contaron se lo cuento.