Marina Fernández nació hace 101 años en Santa Eulalia de Tábara. Alegre, con un fino sentido del humor desgrana retazos escolares de su estancia en la escuela de Moreruela de Tábara con una precisión matemática. Su discurso es coherente y vívido. Marina es una joven estudiante centenaria, alumna aventajada que aún recorre las aulas buscando nuevos saberes, atesorando los recuerdos más entrañables de su vida escolar en su memoria y en su intimidad.

Estudió en las escuelas nacionales de su pueblo y posteriormente amplió su formación en el colegio de Moreruela de Tábara. Este centro, según Isabel Cantón Mayo (1996), formaba parte de un ambicioso proyecto educativo que bajo el auspicio del patronato de la Fundación Sierra Pambley, fundó varias escuelas en Hospital de Órbigo (León), Villameca (León), Moreruela de Tábara (Zamora) , Villablino (León) y en la ciudad de León. El ideario pedagógico de estas escuelas se basaba en las directrices de la Institución Libre de Enseñanza, con aportaciones de Gumersindo de Azcárate, Manuel Bartolomé Cossío, Giner de los Ríos, etc. La escuela de Moreruela de Tábara se fundó en el año de 1897.

El relato de Marina discurre a partir de año de 1930, fecha en la que prosigue sus estudios en esta localidad. Nunca ha olvidado su paso por la escuela de Moreruela. "Tenía catorce años y estuve allí dos años, tenía que haber estado otro más. Salí porque se casó una hermana mía y mi madre quería que me quedase en casa".

Marina enlaza unos recuerdos con otros: "Mi padre era herrero y aprendió el oficio con Gildo, en Villarrín de Campos, que tenía un hijo veterinario. Todos los años acudía a las fiestas del Cristo. Iba por la mañana y regresaba por la noche".

Recuerda que en Villarrín existía un seminario de curas (era un colegio religioso regentado por los hermanos Marianistas). "Había un sacerdote que se llamaba Domingo Mateos, que era de Calzadilla de Tera, estuvo en Villarrín muchos años y después se vino para aquí". Asegura que el colegio pasó momentos difíciles, que el sacerdote del pueblo y el médico denunciaron a la escuela y ésta permaneció cerrada durante tres años. Le pregunté la causa y responde "que no iba de acuerdo con sus ideas, que si era laica y qué se yo qué otras historias". Según sus datos la escuela permaneció cerrada entre los años 1927-1930.

Su abuelo y otras personas acudieron al Obispado de Astorga y a la sede de la Fundación Sierra Pambley, solicitando la apertura del centro, que reanuda de nuevo su actividad académica. "Vino don Constantino Álvarez y después don Amadeo Fuertes y al final don Felicísimo Fernández del Campillo que permaneció veintiocho años" (véase "El Correo de Zamora" de 30/11/1914).

Marina Fernández mantiene una memoria privilegiada: "Íbamos andando al colegio, veníamos a comer y volvíamos por la tarde, hay un kilómetro de distancia". La escuela, según ella era "una elegancia, preciosa, con muchas ventanas altas, en la pared de afuera hay una lápida de mármol blanco dedicada al fundador"

"Había una huerta enorme, un jardín. La clase tenía las ventanas muy altas, con una cocina que servía para calefacción. Alrededor de las paredes estaba la biblioteca, con muchas estanterías, llenas de libros. Todos los hombres grandes de España estaban allí".

Y continúa su relato "fotográfico": "En una pared había una pizarra muy grande colgada y mapas de España y de todo el mundo. El piso era de pizarra y el tejado también. En la escuela estaba todo pago, cuadernos, cartapacios, tiralíneas. Siempre que paso por delante de la escuela me quedo mirando y me llena de alegría".

El patio de recreo tenía al fondo dos urinarios. Servía como huerto escolar y disponía de un pozo de agua bombeada con un motor eléctrico para uso de la escuela y de la vivienda del maestro que ocupaba la parte norte del edificio.

Cuenta aún con mucha admiración el ensayo de un extintor de fuego que realizaron en el patio del colegio, así como un experimento en una probeta con alcohol. El horario de clases iba por la mañana de nueve a una y por la tarde de tres a cinco.

"Los días de mal tiempo llevábamos la comida y la calentábamos en la cocina de clase. Teníamos las mismas vacaciones que en la escuela nacional".

Sobre el maestro no tiene duda "A don Amadeo le quería mucho. Era un señor orador, era un maestro de otra clase de maestros. Era de Torrestío, un pueblo de las montañas de León. Todos los maestros eran de esas tierras ninguno zamorano. Muchas clases las daba al aire libre. Hicimos muchas excursiones, a los saltos de Ricobayo cuando se inauguraron, a Puente Quintos, al monasterio de Granja de Moreruela, Zamora la vieja?".

Acudió a su boda en Moreruela ya que se casó con una cuñada de su hermana. A los diez años le despidieron. Se trasladó como maestro interino a un pueblo cerca de Villalpando, permaneciendo un año. Después se colocó de contable en la central eléctrica de Aspariegos. Tuvo cuatro hijos.

La centenaria cuenta casi de forma confidencial una serie de aspectos relativos al fundador, don Paco, que no vienen reflejados en ningún libro sobre la obra de Sierra Pambley.

Al parecer un hermano de don Paco, allá en Hospital de Órbigo salió con un caballo, éste se espantó, derribó al jinete, falleciendo. Heredó las propiedades de don Paco un sobrino. Dos años después apareció un testamento en el cual se confirmaba que la herencia correspondía a la Fundación.

"Tenía una ganadería, muy grande en Requejo y Quintanilla, potril, ovejas, una yeguada elegante". Recuerda que a las ovejas las llamaban merinas y a los corderos borros. El ganado practicaba la trashumancia hasta los pastos de las montañas de León. "Cuando venía la vaquería de las montañas era una novedad, daba gusto ver tantos animales. Don Paco pasaba temporadas en una casa que tenía para los guardeses que hay en Requejo. Don Paco a los de la Mata y el Raso les daba una hectárea de terreno para cultivar, era muy bueno. Murió en 1915".

"Los de Santa Eulalia, Pozuelo y Moreruela se distinguían de la gente de otros pueblos que no sabían nada", comenta Marina y reforzando esta opinión subraya "cuando los de Santa Eulalia iban a Manganeses a moler el trigo, hacían las cuentas muy bien. Los de allí apenas sabían nada. Toda mi familia, menos mis padres hemos ido a la escuela, mi marido, mis hermanos, mi suegro, mis hijos. Todos muy orgullosos".

Cuenta Marina Fernández lo que hacían los chicos en la escuela: "Muchas cosas. No estudiamos por libros, sino por apuntes. El maestro nos explicaba la lección, la escribíamos y luego se la leíamos. Había unos libros básicos de lectura que eran "El Conde Lucanor", "Corazón" de E. Amicis y "Código moral". De la biblioteca podíamos sacar libros y llevarlos para casa, he leído muchos: "Agustina de Aragón", "Episodios Nacionales", "Pizarro", "Juana de Arco"? Las chicas cuando salíamos al recreo, nos dedicábamos a leer y cuando íbamos a casa, en el buen tiempo nos sentábamos en una pradera a leer".

También se realizaban entonces trabajos manuales: "Hicimos el pueblo español en cartulina. Figuras de barro, flores con hilos, qué se yo cuánto. No hacíamos labores de coser, pues el maestro no sabía".

En la escuela de antaño se estudiaba fundamentalmente geografía, historia, ciencias naturales. Y otras asignaturas como aritmética y lenguaje.

La religión se ofrecía como materia optativa, pero nadie la elegía. Se realizaban exposiciones, teatro, recreos, condiciones de acceso, calificaciones etc. Al final de curso hacían exposición de los trabajos escolares. Había representaciones de teatro, pero Marina no participaba, porque no le gustaba.

En los recreos los niños tenían turno distinto al de las niñas. Aunque convivían todos juntos en la misma clase, los pupitres estaban separados por sexo. El hecho de compartir la misma aula, constituyó un hecho insólito en aquella época.

Para entrar como alumno en el centro, se requería un examen previo de lectura, escritura, cálculo y conocimientos generales, respetando los números clausus asignados a cada municipio. La ratio era de 30 alumnos por aula.

Según Marina, eran preferidos los niños de las dehesas de Quintanilla, Pozuelo y Quintos. Aunque un poco complicado para trasladarse a Moreruela. Al final de curso les entregaban a los alumnos las calificaciones. Marina comenta: "Sí, nos daban notas al final de curso, pero no servían para nada". Quiere decir que no eran válidas o reconocidas oficialmente.

Marina no habla de castigos al alumnado. El comportamiento de las niñas debía ser ejemplar, ni peleas, ni desorden, solo estudio, obediencia.

Marina cuenta una travesura de niñas, con tal gracia y alegría que parecía disfrutar de los hechos como si hubieran ocurrido ayer: "Hacíamos nuestras averías. En la huerta había una colmena y dijimos "¿por qué no la vamos a tirar?". Fuimos y entre tres la tiramos. Había una chica del molinero y con un palito me dio un trocito de miel. Un chico que estaba fuera nos vio y se lo dijo dueño. La que se armó".

El dueño exigía el pago de la colmena porque al parecer se había roto. Marina sostiene que no la ha tirado, pero que sí probó la miel. El maestro se enteró del incidente, participó de las risas de las niñas, no dice que hubiera ningún tipo de castigo. Al final entre todas tuvieron que pagar la colmena.

Marina se acuerda de las camaradas de pupitre, con las que indudablemente compartió confidencias, alegrías, sinsabores, ilusiones. No deja de pensar que de compañeras, solamente vive una de cien años (Araceli) que está en una residencia de Tábara.

Acudían de Santa Eulalia las niñas: Nuria (la del molinero); Araceli (residencia de Tábara), Demetria, Maximina Guerrero y Marina Fernández. De Santa Eulalia los niños: Vicente Fernández, Esteban Fincias. Eliseo y su hermano Elías. De Moreruela las niñas: Celsa González, Isabel Ferrero, Sarita Rojo, Catalina López y Pilar Martín. De Moreruela los niños Rodomiro Crespo (muerto en la contienda civil), Manuel Fernández, Isidoro y Lolo (hijos del señor Andrés, fallecidos en la contienda civil) y Santiago Pozuelo. Y los niños de Pozuelo: Genuino López, Santiago Alonso Sepúlveda y Ángel López.

La entrevista finaliza, siento que esto sea así. Escuchar a Marina es actualizar el pasado, recrear imágenes, sonidos, vivir una experiencia que ella ha sido capaz de transmitir y llenar de emoción una parcela entrañable de su dilatada vida para que en nuestra memoria perviva el regalo de sus recuerdos.

Como inspector de educación para mí hubiera sido un privilegio y un honor visitar el aula de las experiencias, el aula donde el alumno crea y el maestro observa, el aula donde Marina y sus compañeros aprendieron que lo más hermoso es aprender a vivir con los demás, a respetar y hacer felices a quienes te rodean.

El patio de los recreos, de las confidencias, fue un foro de libertad en el que un grupo de adolescentes escribió su experiencia escolar en el cuaderno de la vida, que hoy Marina nos lo muestra para que los que hemos seguido su relato, sepamos valorar y comprender la gesta educativa de los maestros y alumnos que llenaron de esplendor la escuela de Moreruela de Tábara.

(*) Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación)