El gorrión común (Passer domesticus), que todo el mundo ve a través de las ventanas y a la puerta de casa, que en los pueblos es un sempiterno residente y un comensal más en naves, huertos y, junto con el gato y el perro, también de las portaladas, que no para dos minutos seguidos en tejado o árbol urbano alguno, que alborea para salir al tajo, que aguanta como un soldado raso las ventiscas y las nevadas, que apenas deja de piar minuto alguno y que protagoniza unas algarabías escandalosas en sus frecuentes riñas, ha sido elegido Ave del Año 2016 en la votación abierta por la Sociedad Española de Ornitología (Seo/BirdLife).

"¿Qué ave no camina nunca?" Pregunta una persona sentada a la solana. La repuesta es el gorrión, pues siempre se desplaza de aquí para allá, o viceversa, a saltos más o menos presurosos, según el azoramiento que lleve encima. Y es que este patrimonio de la naturaleza no practica otro modo que el salto o el vuelo para moverse en las rebuscas de comida por el suelo o sobre cualquier escenario donde siente sus sólidas patas, pues, a pesar de su pequeño cuerpo, es un verdadero guerrero del mundo de la fauna.

"En los pueblos solo quedamos los tontos y los gorriones". Es una frase espetada jocosamente por algunos invernantes cuando las inclemencias obligan a cerrar puertas y llega la espantada general hacia las ciudades, no pocas también afectadas por la merma demográfica. El pardal, también así llamado, es un verdadero resistente y estandarte de su tierra, mucho más ligado a las personas y a la vida de las localidades que las cigüeñas. Es una especie que, donde sigue enclavado a sus raíces, puede verse todos los meses del año y, además, todos los días.

No solo anida en los huecos de las paredes de las viviendas o edificios del hombre, sino que no hay miga de pan, grano o resto de alimento caído en la calle que no lo atrope con su pico este avispado e inquieto superviviente.

Es una especie vigilante y alarmante, que observa los hechos y alerta de los peligros nada más advertirlos. Su presencia está garantizada en el mundo habitado, y en forma de bandos en las naves ganaderas donde el pienso y el cereal constituye una fuente adorable y sustanciosa. Los ganaderos y las amas de casas son para el gorrión grandes benefactores.

Por contra, la despoblación que sufren los núcleos, con la consiguiente pérdida de vecinos de toda naturaleza (humana y doméstica), también afecta al gorrión común. Es una realidad que constatan los vecinos que, como los gorriones, aguantan firmes en el medio rural. Ven a estas urbanas aves mudar de barrio y buscar acomodo en aquellos que siguen habitados, se aperciben de los pardales emigran de los barrios cerrados hasta que, con la llegada de los moradores, vuelve la vida y las posibilidades de convivir y sacar tajada.

Sin embargo, el marcado vacío fortalece la convivencia del ave y de la gente, de modo que va en alza el número de personas solidarias con los pardales, de vecinos que los atienden solo por el hecho de sentir vida en la cercanía o en el entorno. Agradecen su amistad y compañía. A esta fraternidad responde el gorrión con una devoción que sorprende, y, si hay un horario que cumplir, porque a determinada hora se sirve el alimento, ahí están los gorriones puntuales a la cita. Así como esperan en grupo, en casos con una formalidad y una disciplina militar, una vez colocado el manjar es una especie que lucha y combate por cada pizca de alimento, que se persiguen unos a otros, que no dudan en hacerse la guerra y atracarse.

"No me gusta el gorrión. Siempre están discutiendo y peleándose" expresa una mujer que observa una de tantas trifulcas, en este caso, por unas migas de pan. Sin embargo, son dramas que no terminan en tragedia.

Pero a pesar de sus trifulcas, son gregarios y buscan la sociedad, de modo que es una especie que practica la llamada cuando alguno advierte un Eldorado donde llenar el buche.

El gorrión común es un convecino del hombre, muy especialmente en el medio rural, y sigue parejo la tendencia de la despoblación humana que registran los pueblos. El biólogo José Ignacio Regueras así lo recoge en su libro "Aves de Zamora".

Pero su osadía y atrevimiento le han valido una reputación negativa y dado mala fama. "Mi madre anda todo el día a palos con ellos. Nada más que echa el pienso a las gallinas se llena el corral. Se meten en cualquier sitio con todo el descaro. Se ponen espantajos, muñecos y de todo, pero en cuanto oyen a la gente mayor llamar a las gallinas: pi, pi, pi; pita, pita, pita? aparecen todos. Saben hasta los horarios. Ademas, se entienden, porque cuando uno empieza a piar llegan todos. Se ve que se entienden", expresa Manuel Bárbulo.

A pesar de estos reproches y castigos, el pardal vive feliz y gozoso en los pueblos donde hay gente porque sabe que hay comida y despensa, y lo celebra con su canturreo y dinamismo.

Fue no hace muchos años, cuando las carabinas formaban parte del ajuar de los adolescentes de los pueblos, uno de los objetivos predilectos, y este ave supo capear el temporal haciéndose mucho más arisca y levantando el ala nada más tener a un tirador a ojos vista. En consecuencia, otras aves urbanas menos perspicaces pagaban el descuido con el plomo.

Cuando los pueblos respiran vida, el pardal alegra la atmósfera con su presencia, con sus cantos y sus constantes revuelos. Entona sus voces sobre los tejados, entre el follaje de los árboles, en los balcones y, con especial movimiento, en tierra firme. No sabe de andares, paso a paso, porque lo suyo es el salto y el vuelo.