La primera vez que vi a José Luis Gutiérrez Mazeres tuvo lugar un día en que me lo presentó Benito Peláez en el Seminario de Zamora, donde yo ejercía como prefecto de música y director del coro (1956). Aparte de su periódica visita al que entonces era su consejero y confesor, venía también aquel día en busca de ayuda en aquel tiempo en que comenzaban las experiencias musicales preconciliares. Aquella su primera entrevista conmigo y muchas posteriores dieron como fruto un libro cuyo título, "Cantos para la misa participada", (que lleva el nº 2 en mi catálogo de obras), indica el contenido de aquel breve cancionero, que se anticipaba a lo que poco tiempo después fueron las normas del Vaticano II para la música. Cuando yo escuchaba después en la iglesia de La Muga de Sayago a un grupo numeroso de gente entonar las melodías que yo iba componiendo para los textos que José Luis iba preparando, un punto de emoción honda, que me ha quedado en el recuerdo, me removía hondos sentimientos (yo era "de pueblo", nacido no muy lejos de La Muga, y entre músicas de un pueblo entero cantando en el templo me había criado).

Mis posteriores y largos intercambios frecuentes con José Luis me fueron haciendo conocer cada vez más su vasta cultura, su voluntad férrea, su austeridad extrema, su generosidad sin límites, el poder de abstracción y de concreción de una de las mentes más poderosas que he conocido en toda mi vida. Todo ello unido a una sencillez y un desprendimiento fuera de lo común. Poco a poco, en aquellos casi diez años en que frecuenté su trato, fui conociendo los detalles de su vida, que él iba dejando caer cuando venía a cuento, sin un punto de ostentación. En esta breve reseña no puedo más que apuntar algunos entre los muchos que recuerdo.

Cuando terminó sus estudios en el seminario de Valencia era el momento en que aquellos recintos tridentinos tuvieron que acomodarse a los nuevos tiempos. Los contenidos de los cinco años de Latín y Humanidades y los tres cursos de Filosofía tuvieron que ser ampliados en los programas para poder homologarse con los de los Institutos de Enseñanza Media. En aquel momento, en que José Luis terminaba sus estudios, debió de ser requerido por sus superiores para impartir alguna enseñanza del nuevo plan (su currículum debió de ser fuera de lo común, hay que suponer). Y según me contaba, él aceptó, pero con la condición de ser él mismo, solo él, el que explicaría, íntegros, los programas del primer curso del nuevo plan al colectivo que lo comenzaba. Y con la condición, también, de trabajar en un pabellón separado, en el que él mismo organizaría los horarios, los tiempos de descanso, el contenido y la forma de cada disciplina. Así fue como, durante tres cursos consecutivos, él tuvo a su cargo un numeroso grupo de estudiantes, a los que impartió los contenidos de todos los programas, en su mayoría a partir de textos redactados por él mismo. Este esfuerzo titánico tuvo un doble efecto: beneficioso para sus alumnos, pero a la vez conflictivo para el centro. El claustro de profesores entero se echó encima, me contaba, para protestar por aquel "absurdo" (cuyo resultado fue tan brillante, que dejó al descubierto muchas enseñanzas rutinarias), y José Luis terminó aquella experiencia pidiendo al Arzobispo licencia para emigrar a la diócesis de Zamora, tierra que conocía por haber pasado algunas temporadas vacacionales en Corrales del Vino.

De aquella su llegada a Zamora me contó algunos datos: Su primer destino fue Aspariegos, parroquia bien dotada (en lo económico, se entiende). Algún comentario le debió de llegar, pues enseguida pidió al obispo que le enviara "al pueblo más pobre y más apartado de la diócesis", porque no quería ser objeto de envidia ni de protesta por parte de ningún colega. Debió de convencerlo con buenas razones, pues consiguió que le nombrara cura de Grisuela, pueblo entonces casi incomunicado en el corazón de Aliste. Allí fui yo por vez primera a hacerle una visita, seguida de otras, en las que aparte de trabajar sobre músicas mías para nuevos textos que él iba preparando, pudimos también hablar, como suele decirse, de todo lo divino y lo humano.

Lo que aprendí a su lado puede resumirse en una frase: José Luis me enseñó a pensar por mi cuenta, a aprender acudiendo a las fuentes. La Filosofía -me decía- hay que aprenderla de los filósofos (me leía y me comentaba textos del Tríptico de Ortega y Gasset y de Zubiri (Naturaleza, Historia. Dios); la Teología hay que aprenderla de los teólogos de hoy (me leía y comentaba textos de Karl Rahner); la literatura y la poesía hay que aprenderla leyendo a los escritores (leíamos y comentábamos, él siempre delante, a Gerardo Diego, a Machado?); la Liturgia hay que aprenderla de quienes la han investigado en sus orígenes (leía y comentábamos a J. Jungmann, cuyo tratado histórico sobre la Misa, fue el fundamento de la reforma litúrgica vaticana en curso. Y así de todo lo demás.

Cuando más conviví con él (siempre en los días sueltos que me permitía mi cargo en el internado del Seminario) fue a partir de su traslado a Muga de Sayago, a donde fue por mandato episcopal. La música tuvo en aquellos años un lugar muy importante, aunque no único, en nuestros encuentros. Los Cantos para la misa participada fueron fruto de nuestro trabajo: José Luis escribiendo uno tras otro los tres que correspondían a cada tiempo litúrgico (entrada, ofertorio y comunión), yo componiendo las músicas, y un buen grupo de gente del pueblo cantando las respuestas a un coro de niños y niñas que entonaba la parte correspondiente. El cuadernillo se editó en 1960. Dos años después José Luis me animó a componer las músicas para la Representación del Nacimiento de Nuestro Señor, de Diego Gómez Manrique, considerada como precursora del teatro castellano. La obra se representó en la iglesia parroquial. Y al año siguiente el coro infantil, en atavío de pastoras y pastores, ganó en Madrid el primer premio nacional en un concurso en que un coro vasco solo logró el segundo. La música fue en La Muga una actividad artística primordial.

Para ir terminando, pues habría para escribir un libro entero, solo diré que pude también por entonces asistir a los comienzos de lo que ha terminado por ser el Instituto de La Muga. José Luis percibió muy pronto que los adolescentes tenían que ir abandonando el pueblo para hacer carrera (es decir, para estudiar el bachillerato). Comenzando por un pequeño grupo empezó a prepararlos "sobre el terreno", sin que tuvieran que emigrar a alguna pensión, para los exámenes en el Claudio Moyano. Los resultados, buenos, fueron animando cada vez a más alumnos. Tuve la suerte de conocer el primer crecimiento de aquel protocentro, que José Luis solucionó haciendo posible la residencia de los que acudían a las clases desde pueblos cercanos (y cada vez más alejados) en casas vacías alquiladas y preparadas por él. Muchos y muchas recordarán aquellos años. No mucho tiempo después fue necesario un edificio y una residencia. En alguna ocasión le oí decir que vendió una parte de su herencia (un huerto de limoneros en Valencia) para poder ir pagando el costo de las primeras edificaciones. De él escribió el sociólogo peruano José María Arguedas, becado por la Unesco para un estudio socioeconómico de Sayago, estas palabras: "Consideraban los bermillanos al párroco de La Muga como un santo, el único cura verdadero de Cristo que habían conocido en toda su vida". (Las comunidades de España y del Perú, p. 216). José Luis me contó que en una jornada de interminables discusiones sobre la existencia de Dios entre él y Arguedas, preguntado este sobre quién había ganado, respondió: "Quedamos en tablas: ni yo lo convencí, ni él me convenció a mí".

La historia de la labor de José Luis después de aquellos comienzos, en los años 60 y 70, ya la conoce media España del Occidente. Como también la de los numerosos colaboradores y colaboradoras que fueron arrastrados por su fuerza de convencimiento y por su ejemplo de generosidad. Como también su empeño inquebrantable, su fuerza de voluntad para superar las dificultades, la actitud ejemplar de un creyente que siempre llevó escrito en su ánimo el evangélico Sermón de la Montaña íntegro.

Descansó, por fin, hace dos días, este hombre incansable e irrepetible, que nos deja un ejemplo muy difícil de imitar.