Tercer domingo de septiembre de 1967. Los escasos vecinos que aún residen en el apartado pueblo de Argusino de Sayago se acercan hasta la iglesia de Santa María Egipciaca. Se respira tradición, historia, el templo data del siglo XV, pero también resignación. Esa sensación de angustia que se te queda atascada en la garganta y te impide expresar la amalgama de sentimientos que se agolpan en el corazón. Los de quienes, muy a su pesar, tendrán que coger sus últimos bártulos y poner rumbo a ninguna parte. A un futuro incierto, peregrinos que no volverán a su tierra de origen.

Tragan saliva para pedir un último favor. En este caso, al párroco Victoriano Martín, don Victoriano: una última misa coincidiendo con el Día del Ofertorio, la fiesta más grande del año. La celebración transcurre austera, desnuda como la Iglesia que ya luce sin el valioso retablo que adornaba el altar mayor, vendido años antes en contra de la voluntad del pueblo. Ahora, únicamente decorado con cinco peanas colocadas formando un triángulo con las principales imágenes a las que veneran los vecinos de Argusino. Es entonces cuando la celebración se ve interrumpida por la más cruda realidad: el desmantelamiento de la iglesia. Los obreros comienzan a retirar parte del tejado del templo, ajenos a la impotencia que se agolpa en su interior. El crujir de las tejas se entremezcla con la desazón de quienes hacen acto de presencia en ese lugar por última vez. El tejado se desplomará al poco de salir la gente del Rosario. El perfecto ejemplo de que «los intereses estaban por encima de las creencias». Lo ocurrido esa tarde de septiembre todavía indigna a José Manuel Pardal García, vecino del desaparecido pueblo.

Fueron los primeros intentos de acabar con un edificio histórico que tendría que ser finalmente dinamitado y demolido para su total destrucción. Sin la fortuna que corrieron otros templos eclesiásticos que fueron salvados de quedar bajo las aguas -es el caso de San Pedro de la Nave, trasladado por la construcción de la presa de Ricobayo, en el curso inferior del Esla-. El agua llegaría a la altura de la Iglesia -situada en la cota 690,2- el 13 de octubre de 1970.

Ya no habrá más romerías. Ni fiestas de la Santa Cruz cada famoso 3 de mayo. Nadie, especialmente las niñas, le cantará a la Virgen ni pondrá flores a sus pies. Las mayordomas no podrán estrenar sus trajes, ni portar los cirios acompañando en procesión al Santo Cristo. Amelia Pardal García aún conserva el velón que lució durante la última celebración de la Santa Cruz, en 1967. Nunca llegaría a estrenar su traje, meses más tarde, aquel aciago septiembre, los últimos movimientos para irse del pueblo nublaron casi por completo el día grande del municipio. «Argusino era un pueblo de mucho canto. No había celebración que no tuviera sus poemas, sus rezos y su música», rememora Amelia. Música que ponía su propio padre, Manuel Pardal Gómez, siempre acompañado por su flauta y tamboril. Su presencia se hacía imprescindible en cualquier ceremonia, hasta el punto de llegar a coincidir tocando en las bodas de padres e hijos de una misma familia.

Y así, de un día para otro, esa música, ese eco de las mujeres cantando a la Virgen, desapareció. Manuel Pardal colgó sus queridos instrumentos el día que tuvo que poner tierra de por medio, abandonar Argusino entre lágrimas, y trasladarse al municipio vecino, Villar del Buey. Solo volvería a tocar en una ocasión, durante la boda de un familiar cercano. «Intentamos convencerle para que tocara de nuevo cuando sus nietos ejercieron de mayordomos durante la romería en recuerdo del ya desaparecido pueblo. Se negó y más tarde noté que se quedó con las ganas», se lamenta su hijo. Hoy, la flauta y el tamboril que amenizaron tantas verbenas, tantos bailes, tantas celebraciones religiosas, descansan en la casa de uno de sus hijos. Expuestos como reliquias y como los tesoros que son. Los últimos resquicios de alegría, ahora mudos.

Manuel Pardal puso fin a su pasión, de la misma forma que el resto de vecinos abandonaron su vida. Con un dolor en las entrañas que aún perdura en sus descendientes. El mismo con el que empaquetaron sus pertenencias, escasas o abundantes, qué más da. Embalaron su vida, sus objetos más preciados, si no se los había llevado antes algún expoliador aprovechando la ausencia de las familias durante el continuo trasiego de carros. Más de uno aún recuerda objetos que ahora considera valiosos. «Allí dejé un molinillo de café, los juegos de pesas y balanzas… Qué recuerdos», evoca Glorialdo Peños Nieto. Él fue uno de los artífices de la construcción de la ermita de la Santa Cruz, edificada entre 1972 y 1995, y actual presidente de la romería que cada primer domingo de mayo reúne a los hijos de esta tierra, su tierra.

Por si la amargura no les había calado suficientemente los huesos, aun en pleno verano, tuvieron que ser las propias familias las encargadas de derrumbar los tejados de sus hogares. Cada uno de los vecinos recibiría un pago de 40.000 pesetas, adicionales a la tasación de todas sus propiedades, si abandonaban el pueblo antes del 30 de septiembre de 1967. Un mes marcado por mudanzas y despedidas, rumbo a sus nuevos hogares. Villar del Buey, Salce, Roelos, Cibanal, Villamor de Cadozos… Fueron los principales destinos de quienes, embargados por la pena, el destino, o simplemente la escasez de recursos tras el pago de Iberduero, no quisieron apartar su mirada del pueblo que durante tantos años llenó sus vidas. Otros pusieron rumbo a Madrid, Barcelona, Palencia o Bilbao. Hubo incluso quienes se aventuraron a probar suerte en el extranjero, quizás convencidos de aquel dicho tal irracional como utópico de que «la distancia hace el olvido». Pero el recuerdo permanece ahí; tan aferrado, si no más, que el día de la marcha. Y no existen kilómetros ni fronteras capaces de borrar las huellas del pasado.

Fueron precisamente los abuelos maternos de Consuelo, José Manuel y Amelia Pardal los primeros en salir del pueblo. En el batán, situado en el margen derecho del Tormes a cinco kilómetros del centro de Argusino y a tan solo uno de la presa, se limpiaban y tupían la mayor parte de las mantas con las que se abastecía a Sayago, así como a los municipios más próximos de Salamanca. José Manuel aún recuerda cuando, durante un permiso militar, visitó por última vez el batán. La casa aún conservaba las paredes, aunque la ausencia del tejado había hecho de ella un refugio idóneo para las palomas, que se adueñaron del que, no mucho tiempo atrás, había sido el hogar de sus abuelos y sus ocho hijos. El agua no llegaría a esa zona hasta la tarde del 15 de marzo de 1969.

Los padres de Glorialdo Peños fueron los últimos en abandonar Argusno. Resignados testigos de la época de expropiación, ya que los topógrafos e ingenieros vivieron hospedados en su casa. Aunque los momentos más tensos se vivieron durante las reuniones entre la comisión mixta, formada por vecinos conocedores del terreno y los técnicos de la empresa hidroeléctrica, incapaces de llegar a un consenso acerca del valor de las tierras.

Un adiós entre lágrimas

Durante ese último mes, unos fueron más conscientes que otros de lo que se avecinaba. A sus 10 años, Jesús-Edelio Vega Martín, se aventuraba por las calles de Argusino para tratar de tirar las paredes interiores de las casas medio derruidas. Un simple juego de niños. Poco podían imaginar él y su compañero de hazañas el recuerdo amargo que les quedaría de aquellas tardes de esfuerzos inútiles. De unas paredes que ya llevan la friolera de 48 años sepultadas bajo las aguas, ajenas a todo tipo de travesuras.

«Sigues encontrándote forastero allá donde vayas», sostiene Amelia, quien vivió de primera mano la ardua tarea de la mudanza a su nuevo hogar. Su hermana, Consuelo, sentada junto a ella en la mesa camilla que ocupa gran parte de la cocina de su casa en Villar del Buey, asiente con la cabeza. «Hay quienes se fueron a la ciudad en busca de una vida mejor, pero cuando tenían vacaciones o llegaba el verano ponían de nuevo rumbo a sus pueblos. Nosotros nos marchamos de Argusino y no podemos volver». Es la pena que a no pocos vecinos acompañó hasta sus últimos días.

«Quien le iba a decir a esa pequeña población que su alegría tras la llegada de la luz, un 13 de abril de 1944, se lo cobraría en forma de “factura” la empresa hidroeléctica con la construcción del embalse», reflexiona José Manuel Pardal. La misma que se encarga de abastecer de energía a buena parte del término. No le resta mérito a la presa. Tampoco a su diseño, descrita por no pocos como una espectacular obra de ingeniería reconocida a nivel internacional. Con sus 202 metros, es la más alta de España y la tercera en cuanto a capacidad. Esa presa hoy lleva el nombre de Almendra, municipio salmantino colindante. Argusino se quedó en el olvido, sin ningún tipo de reconocimiento.

Glorialdo tenía 34 años cuando abandonó Argusino. Consuelo, 24. José Manuel, 22. Amelia, 19. Jesús tan soólo 10. Únicamente Glorialdo y Amelia sentirían los últimos alientos de un pueblo sentenciado. Tanto Consuelo como José Manuel habían partido tiempo antes rumbo a Tarragona. Jesús sólo viviría allí durante los periodos vacacionales. Solo dos de ellos experimentaron ese fatídico mes de septiembre de 1967 en el que algunos optaron por continuar su camino, mientras otros no hacían más que volver la vista en busca de una alternativa que nunca llegaría. Sin embargo, estos cinco relatos reúnen 109 años de vivencias, historias de vida que pasan, de puntillas, de una generación a otra. Recuerdos hasta ahora sepultados bajo las aguas y que emergen hoy, en el día en el que sus descendientes se acercarán hasta la ermita de la Santa Cruz, construida a orillas del embalse, para no olvidar a aquel pueblo que duerme en silencio, ahogado por el «progreso».