Tiene unos ojos enormes, como hojas negras de cerezo. Es guapo y claro como la luz y sonríe como la luna plenilunada ( «El Cabrero» dixit). Tiene un aspecto envidiable cuando mira, como en la foto de al lado, rodeado de juegos y de globos (qué mundo más inconsistente y alegre el del aire teñido de colorines). Parece un niño feliz (¿y por qué no?, a lo mejor lo es), pero padece una enfermedad cruel, dura, oscura, traicionera como ninguna: el síndrome de Dravet, una epilepsia mioclónica grave de la infancia o epilepsia polimorfa (así la define la Wikipedia). Según los médicos, apenas hay esperanzas; pero los doctores no saben que hay milagros. Su madre, Mari Luz Martín, sí. Lleva diez años viéndolos volar junto a Salva: ahora espera que se posen. Por Dios que se posen ya, que falta hace.

Salvador Garrido Martín respiró los primeros aires del Sur el 15 de junio de 2002. Sus padres: Mari Luz y Salvador. Tiene un hermano gemelo, Sergio, que no sabe de médicos ni hospitales, ni falta hace porque está sano como una manzana. Su madre es de Bamba y su abuelo era del barrio zamorano de San Lázaro: «Colo» lo apodaban y llevaba prendido la borra del flamenco en los flecos del chaleco. Se fue hace menos de un año.

Salvador, su padre, es de Granada. Allí conoció a Mari, que hasta la sombra de la Alhambra se fue en busca de unos amigos, y se hizo la luz para los dos, claridad que acabó en matrimonio y en el resultado del mismo: Salva y Sergio, dos niños llorones, sanos. A los cuatro meses, Salva empezó a estar raro y a experimentar los latidos de la enfermedad.

Médicos, consultas sin fin. Ingresos hospitalarios largos, eternos. Crisis epilépticas que descomponen a toda la familia, desarman la esperanza, sudores fríos, sueños rotos, fiebres inconsistentes, permanentes, malditas. Llega el diagnóstico: síndrome de Dravet, una enfermedad rara, solo 400 afectados en toda España, 90 diagnosticados. ¿Y el tratamiento? No hay uno específico, solo atajar los flecos del mal, pero hasta ahora no se ha podido llegar hasta su corazón. Rezar, sí, pero con eso solo no basta.

Mari es una experta en el currículo de la enfermedad. ¿La hoja de ruta? Está por hacer. Ayuda al neurólogo y ahí la tienes, cuando llega la crisis: dura, terrible, seca; atiende, mima a su hijo, lo besa, y todavía tiene fuerzas para grabar con el móvil sus reacciones; por si le sirven a los expertos, por si se consigue avanzar. Para ayudar a Salva o a quien sea. A quien le toque esta maldita lotería que llega sin comprar el décimo.

Lleva ya un tiempo en que las cosas han empeorado y se pasa más tiempo ingresado que en su casa, en Venialbo, en una vivienda de protección oficial que sus padres compraron cuando las cosas se pusieron mal y, como siempre ocurre, decidieron volver al origen, buscando el cobijo de la familia, la solidaridad de la sangre, la cercanía del cariño y la fuerza gratuita de la genética.

Salva se ha convertido en el centro de la familia, el peón que envuelve con su aire circular a todos los demás. Todo empeora: la salud del niño y también la situación laboral. Mari y Salvador están en paro. Los recursos se acaban. Las migajas de la Ley de Dependencia y los trabajos municipales ponen colchón a la miseria. Los gastos crecen porque no todos los tratamientos que recibe Salva «entran» por la Seguridad Social (maldita crisis). Necesita largas sesiones de rehabilitación, la atención permanente del logopeda, mil prestaciones para alguien que vive como un pajarito desvalido. Ahora tiene que ir la neurólogo que está en Burgos y el sueño está en poder llevarlo a Navarra, para allí, en un centro especializado acolchar su sufrimiento, insuflarle calidad de vida, si es posible.

Mari es fuerte, martillo y almohada, lleva en su voz la finura de las manos; su vida es su hijo: «Ahora lleva tres meses en estado comatoso..., las crisis febriles son permanentes y tiene afectado el hígado por los medicamentos; la mutación genética está ahí, no hay explicación, pasa y pasa y al que le toca ... Ayer (y se le quiebra la voz por el teléfono) siete crisis; está mal, mal...».

Pero no se amilana. Lo dice con claridad. «En otras circunstancias no querría ayuda, pero las cosas están como están, muy complicadas, catastróficas». Por eso vio bien desde el principio la idea que surgió de la familia Carrasco. «El germen de organizar un festival flamenco parte de Jose Carrasco y también de Nuria, su hija, que ha ido madurando la idea; me parece bien y estoy muy agradecida. En principio, no hemos implicado a la Fundación Síndrome de Drave en el festival, es una cosa particular, nuestra...».

Mari se confiesa una gran aficionada al flamenco. «El virus me lo inoculó mi padre, con él asistí a muchos festivales, sé que es un mundo muy pegado a la tierra, a los problemas de la gente humilde. En las letras del cante jondo está el sufrimiento, la pena, lo que realmente importa a la gente, por lo que es imprescindible luchar para seguir viviendo...».

La vida. Mari ha dedicado toda su existencia a Salva. «Llevo diez años atendiéndolo, aliviándolo, luchando por él, dedicándome a cuidarlo de día y de noche. ¿El futuro? Es difícil. ¿Esperanzas? Los médicos... (se le parte la voz). Lo que quiero es que tenga calidad de vida. Y, por Dios, no quiero que sufra, eso sí que no; ahora se pasa dormido casi todo el día, espero que siga así, sufrir no; no es justo».