El afloramiento del pueblo de Argusino por la bajada de las aguas del embalse de Almendra ha sacado a la luz buena parte de la estructura. Piedras, sillares o jambas de un granito excelente emergen del pantano y a la vez han llamado la atención de ciertos desaprensivos que ha arramplado con algunos de estos vestigios. Así lo denuncia Francisco Colino González, uno de los hijos de Argusino, nieto del maestro Elisardo González Corral y que con diez años fue testigo del desmantelamiento del pueblo para la construcción del embalse.

«Recuerdo que de niño estuve paseando por el interior de la Iglesia; a mi me impresionaba ver a gente subida en los tejados tirando de las tejas, quitando las maderas, era un sensación para un chaval lamentable, era una desolación total. Iba gente con carros a llevarse piedras de Argusino; del árbol caído todos hacen leña», lamenta. Lo que no se podía imaginar Francisco Colino es que hoy, casi medio siglo después, alguien pudiera aprovechar el resurgimiento de los restos del pueblo -la última vez que salió de las aguas fue durante la gran sequía del 81-82- para llevarse piedras.

«Está muy bien la curiosidad que pudo despertar hace cuarenta años en los pueblos vecinos pero lo cierto es que les vino muy bien a algunos para sacar material gratis aprovechándose de la desgracia de la gente de Argusino». Este hijo del pueblo puede entender «hasta cierto punto» que en los años 60, con muchas más necesidades y carencias, acudieran en busca de restos, «lo que no es de recibo es que, ahora mismo, una serie de individuos, desaprensivos, se aprovechen de un lugar que tenía que permanecer como testimonio porque el pueblo está entero allí. Es lamentable que cuatro desgraciados se aprovechen de las circunstancias para considerar que aquello es una escombrera e ir a buscar material», denuncia con toda la contundencia.

Colino González pretende ir más allá y «ponerlo en conocimiento de las autoridades para que, en función de la legislación vigente y de acuerdo con las leyes establecidas, intenten poner coto a este desmán».

Francisco Colino admite que entre los restos del pueblo sepultado bajo las aguas «hay unas piedras excelentes, la gente de Argusino tenía un granito de primera y el que pasee por allí se queda sorprendido al ver unos dinteles, unas jambas, unos sillares, incluso en casas de labranza, pero con una elaboración exquisita. Claro, es un cebo, algo goloso para mucha gente».

El problema es que «en lugar de verlo con respeto, con la consideración que se merece el pueblo que sufrió ese expolio en los años 60, hay una serie de individuos que, con tractores, han ido aprovechado los restos del pueblo como si aquello fuera algo que estuviera abandonado y al alcance de cualquiera».

Dolido con estos hechos, el denunciante recuerda «el dolor que sintió la gente del pueblo al marcharse de allí; no valoran nada, aquello ya dejó de ser el resto de un pueblo abandonado para transformarse en parte de la historia, es un santuario, un lugar que tenía que ser sagrado para todos ellos y lo están profanando».

Quien fuera el nieto del maestro, con diez años testigo de la desaparición de su pueblo, llama «a la sensibilidad, a la conciencia de esa gente (quienes se han llevado piedras) para que tengan la hombría de pensar que aquello es algo que todavía está doliendo. Todos los que tuvimos la suerte o la desgracia de nacer en Argusino, que padecimos aquel expolio llevamos aquello grabado. Y cuando paseamos por aquellas piedras afloran todos los recuerdos».