«La mina, uy la mina, aquello sí que era trabajar». A pesar de los cuarenta años transcurridos desde que se cerró «El Carrascal», los hombres de Villadepera que trabajaron para extraer el filón de casiterita no olvidan la experiencia. Acostumbrados a las labores del campo y el ganado, barrenar y sacar escombros tirando de la mula metidos en una galería negra como el carbón era muy distinto. Bien lo saben Aurelio Cibanal, Álvaro Gonzalo y Manuel Isidro, memoria viva de los últimos años de actividad en la mina de estaño «El Carrascal», a mediados de los años setenta.

Hoy, el Ayuntamiento sayagués de Villadepera ha recuperado la galería con fines bien distintos. Los fondos del programa «Hábitat Minero» han permitido rehabilitar la antigua mina para el turismo, como un atractivo más de este municipio enclavado en los Arribes del Duero.

Explotada por la emblemática familia Figaredo, empresarios asturianos vinculados a la minería, la planta de «El Carrascal» se reabrió a principios de los 70. Se pierde en la memoria la historia de esta excavación, que tuvo actividad muchos años antes. «No lo sabemos, porque cuando nosotros entramos a trabajar ni los más mayores de pueblo lo recordaban, eso sí, se veían perfectamente las marcas del picado en la pared con puntero y martillo. Había como la figura de una mujer bailando», cuenta Aurelio Cibanal, de 72 años, quien empezó de 17 como maquinista en otra mina, «la de Rita el Corzo», que también estuvo operativa en Villadepera unos años antes; «allí sí que había mineral, que lo llevaban a Villaralbo».

Muy distinto a la experiencia en «El Carrascal», donde Aurelio no recuerda una extracción a gran escala de la casiterita sino más bien pequeños filones que se llevaban en muestras, «como en taleguines pequeños».

«Se conoce que había un dinero para ver si aquí se podía sacar algo y llegaron los asturianos a explotarla». José María Figaredo Sala. Aurelio recuerda con todo detalle el nombre del empresario que dio trabajo a unos siete vecinos de Villadepera, destinados en la galería abierta a unos cuatro kilómetros del pueblo. «Cuando venían los jefes casi que te tenías que poner la corbata para recibirles». Era una vez al mes pero la visita no pasaba desapercibida ni siquiera para el pueblo. «Se quedaban, bien en Zamora o en Muelas. Llegaban con los coches. Bien se sabía que estaban aquí», recuerda Aurelio Cibanal, en aquella época tan aguerrido y luchador que no dudó en desafiar al facultativo (el que organizaba el trabajo) cuando le dejaron de pagar una jornada porque estaba enfermo.

¿Muy duro el trabajo. «Nos tocaba hacer de todo, desde barrenistas hasta cargar el escombro en los vagones y sacarlo con la mula». Los hombres se metían en la galería con el candil de carbón para alumbrar el túnel «y mina arriba mina abajo tirando de la mula». Los animales transportaban el mineral a lo largo de la galería, «de más de 80 metros», en la que los mineros abrieron tres bocas de respiradero; «antes de llegar al pozo de la Esperanza salía otro a la derecha, el del Carmen», recuerda Aurelio. Hasta ese pozo llegó a bajar Manuel Isidro con una escalera y ayudado de un cable. Como si fuera la boca del lobo.

«Recuerdo que decía uno "Minas y arañas, patrañas" y qué gran verdad», evoca Aurelio Cibanal. «Era un trabajo duro y malo; picaba a veces la garganta». La jornada comenzaba a las 8 de la mañana y terminaba a las 2 de la tarde, de lunes a sábado. Los domingos eran sagrados. Por la tarde, un turno más pequeño tomaba el relevo, normalmente con un barrenista y el ayudante. A pie, con la mula o en la moto, los trabajadores hacían cada día los casi cuatro kilómetros que separaban la mina del pueblo y vuelta para comer. Lloviera, nevara o abrasara el sol. «Era nuestra huerta».

¿Y se ganaba mucho?. «El que más, 8.200 pesetas; los mineros y los barrenistas, como mi hermano. Los demás, cinco mil peseticas o poco más. En el salto de Castro andaban por las seis mil pesetas, aunque nosotros teníamos nuestro horario por la mañana; eso sí, había que ir a la mina por tu cuenta».

Las expectativas en torno a la mina «El Carrascal» pronto se vieron frustradas. «Había poco mineral», recuerda uno de los antiguos trabajadores. «No les interesaba mucho el estaño, se llevaban unas muestras y nada más». Por eso, en tres años la empresa cerró. No había filón. Y los hombres de Villadepera buscaron nuevos caminos; algunos volvieron al campo, al ganado. Otros emigraron. La experiencia de la mina fue más fugaz de lo previsto.