El trabajo constituye un esfuerzo de investigación de la documental resguardada en los archivos, completada con la aportación de otros trabajos específicos ya dados a conocer sobre la alfarería perigüelana.

El libro toma cuerpo con una decena de capítulos, los primeros relativos al medio geográfico y humano de un pueblo «cuya historia comenzó a escribirse en piedra y barro», y cuyos lugareños tomaron posición inicial en las cotas más elevadas de «Los Hociles», según demuestran «los microlitos que datan de unos cuatro o cinco mil años atrás». También se explica el nacimiento del pueblo actual, consolidado «junto a tierras bermejas (coloradas) y caolín hace unos dos mil años».

Los barros son otro de los capítulos esenciales, adentrándose en su valor, en el patrimonio perdido de las mezclas, en el uso restringido de éstas y en las diferentes clases. «Fueron objeto de codicia por aquellos que ostentaban el poder en cada momento y asunto de muchos pleitos». Según refiere Ramón M. Carnero, el barro estaba dividido en dos clases: calongía -del Cabildo- y de caballería -de la nobleza y clases dominantes. El barro era un aprovechamiento reglamentado.

Apunta que «la desamortización acabó con los derechos feudales sobre el barro y despojó al clero de sus propiedades, con lo que se agudizaron los viejos conflictos de la extracción, ya que, las fincas fueron acaparadas por burgueses», en casos metidos a la política.

«La situación llevó a las familias cacharreras que no tenían fincas de bermejo a extraerlo donde podían y como podían. En la actualidad, la extracción del barro blanco o caolín es un derecho concedido a una sociedad de modo que los alfareros se ven obligados a comprarlo a la concesionaria» dice Carnero.

Si la alfarería es una cuestión de hombres o de mujeres, otro capítulo, deja claro que «es de hombres y mujeres». Desvela que «las mujeres tendrán que esperar hasta la segunda mitad del siglo XVIII, que se echan los hombres a los caminos con la alfarería a lomos de borricos vendiéndola de pueblo en pueblo, parra arrodillarse mayoritariamente a la rueda, pero nunca, en exclusividad».

Manifiesta que «la arriería surgió con posterioridad a 1751», y hace mención a los maragatos que acudían a las ferias perigüelanas con sus productos y, de paso, compraban los cacharros. Hubo rutas hacia León, que llegaban hasta Asturias; hacia la montaña palentina, hacia Cantabria, hacia Burgos y Miranda de Ebro y otra que partía de Valladolid y pudo llegar a Soria. Incluso habla de una sexta ruta, «al darse cuenta de arrieros en tierras de Huelva y Sevilla». Alude Carnero a «la posibilidad de que los desplazados a tierras andaluzas aprovecharan la minería para adquirir con sulfuro de plomo y vidriar cacharros». El porte de mayor carga llevó, señala, «al paso de los animales de carga al carro y la arriería dejó en la segunda mitad del S XVIII la producción prácticamente en manos femeninas».

Otro capítulo versa sobre los hornos de cocer cacharros y la evolución de los mismos, culminando con la llegada de la tecnología, «que han dejado en anécdota la copla: "el dinero del cacharrero, entra por la puerta y sale por el humero"». Hace una especial dedicación a Lucas Porto Carnero, «que merece un lugar de honor» en la historia de la alfarería perigüelana. Igualmente repara en las marcas de la alfarería, que ponen de relieve que «no es una alfarería anónima sino de autor». El autor ha conseguido registrar un total de 43 firmas.

En sus conclusiones apunta que «el estudio de los fragmentos de cerámica, desde los tiempos remotos hasta la actualidad, ofrece información de lo que ha sido la alfarería de Pereruela, con la particularidad de que no llegan a distinguirse los restos correspondientes a unas épocas y otras, aunque la rueda mejoró los acabados».

También reseña que «una vez desaparecido de la escena el industrial alfarero, sus ideas y su trabajo se esfumaron por la falta de ambición de los propios alfarero-arrieros y su carácter fuertemente individualista que aún permanece». Afirma Ramón Mª Carnero que «la llegada del tren a Zamora y la adquisición de carros terminó siendo un freno al avance social de la clase alfarera porque los arrieros se individualizaron.» Incluso habla «de la obsesión de los alfareros por convertirse en labradores, adquiriendo más tierras de labor de las que podían servir para extraer los barros coloraos en vez de emplear los beneficios de la arriería para defender sus derechos sobre el barro». El resultado, según el autor, «fue que el colectivo fue incapaz de formar una clase media burguesa que, tras la desamortización, se opusiera a los terratenientes».

«Contra pronóstico, cuando ya se daba por extinguida al quedar sólo cuatro matrimonios, con edades superiores a los 50 años, la alfarería empezó a recuperarse debido a tendencia sociales como el aprecio y la valoración de la artesanía, al auge turístico y al frenarse la salida de los jóvenes de Pereruela que proyectaron su futuro sobre la alfarería». Alude a la Marca de Calidad «para preservar la milenaría alfarería».