Sogo.- Cuando se aprobó la Ley de Dependencia, Teresa pensó que disponía de todos los puntos para ser una de las beneficiarias. Con 30 años y afectada por una parálisis cerebral, convive en el pequeño pueblo de Sogo de Sayago con unos padres no menos dependientes. Vicente Guerra, a sus 79 años, padece un alto grado de invalidez contra el que pelea para no quedar postrado en una silla, tirando de unas piernas que no responden. La madre, Angela Pino, afectada por una dolencia cardiaca y otros muchos achaques, saca fuerzas de donde no hay porque no tiene más remedio que ser los pies y las manos de su hija. Sólo una asistente, que acude unas horas a la semana, alivia el peso de este hogar tan necesitado de los servicios sociales.

En tales circunstancias Teresa, con una situación de dependencia máxima -Grado III, Nivel 2- pero una claridad mental que le ha llevado a escribir un libro -"Al otro lado de la ventana"-, recibió la tan alardeada Ley de Dependencia como un soplo de aire fresco que ayudaría a sobrellevar su vida y la de sus padres. Fue un hermano quien solicitó el derecho a las prestaciones correspondientes el pasado mes de septiembre ante la Gerencia Territorial de Servicios Sociales de Zamora. La tramitación está en marcha. Teresa y su familia esperan ansiosos una resolución que permita mejorar su situación. «Pensábamos que esto no era tan complicado», puntualiza el hermano.

El procedimiento para determinar la intervención más adecuada a sus necesidades exige de un informe que realizan los servicios sociales de la Diputación, como intermediarios en la gestión. Una técnico del Centro de Acción Social (Ceas) de Bermillo de Sayago ha visitado a la joven para emitir el correspondiente informe, en el que se reconoce la dependencia, además de detallar la situación familiar y las prestaciones que recibe la familia Guerra Pino. Será finalmente la Junta la que determine el tipo de prestación que requiere la joven.

«Me dicen que si estuviera estudiando tendría derecho a una ayuda, pero cómo quieren que lo haga. Me quieren meter en un centro para personas con minusvalía física y mental». Teresa, con una extraordinaria lucidez que contrasta con un cuerpo imposible, se subleva en la medida que puede en el colchón sobre el que pasa horas y horas en el salón de su casa. El resto del día se pone frente al ordenador, su única vía de escape para expresar inquietudes y rebeldías. Ahora está enfrascada en una serie de relatos que prefiere no detallar. «No estoy loca, ni mal de la cabeza. Si hablaran conmigo lo verían», insiste. El anhelo de Teresa, que hasta los 19 años pasó por varios centros especializados, es recibir formación y rehabilitación sin verse confinada en una residencia. «Por qué no hay pisos para personas como yo, por qué no tengo derecho a un transporte desde Zamora hasta el pueblo. No quiero que decidan por mí, quiero que me escuchen». Consciente de la edad de sus padres, la joven sabe que algún día tendrá que abandonar su hogar. «Ella se va haciendo a la idea», comenta su madre. «Me dice, "mientras tú puedas no me quiero marchar porque, dónde me van a meter"».

Angela lee el pensamiento y los labios de Teresa. «Yo comprendo que en una residencia estaría mejor; haría rehabilitación, hablaría con las cuidadoras... porque aquí estamos la una para la otra. No hay más vida». Pero la madre también entiende que su hija se niegue a estar con personas que unen a su minusvalía física la mental. «Reclamo dignidad, esa que tanto proclama ahora el Gobierno», balbucea con ímprobo esfuerzo. «Si no hay soluciones para personas como yo, entonces para qué me sirve la Ley».

Entre tanto, Teresa, Vicente y Angela sobrellevan con todas sus limitaciones una vida que se hace más dura en Sogo. Un pequeño rincón de Sayago donde pareciera que se ha parado el mundo.