Gamones.- Tal fue el encanto que les transmitió Sayago que ya no rompieron el cordón umbilical.

Cuenta el padre de familia, un alto ejecutivo del mundo de la publicidad con la vida muy bien resuelta en Madrid, cómo hace una década, buscando un lugar para hacer turismo rural junto a otra pareja -«siempre nos ha encantado el campo y la montaña»- y no encontrando alojamiento en los típicos enclaves de Cantabria, Navarra o Asturias «nos pusimos a llamar a voleo y logramos plaza en la casa rural de Fornillos de Fermoselle, donde casualmente acababan de tener una cancelación».

¡Bendito momento!, pensarán ahora. Optaron, casi obligados, por un lugar desconocido, una provincia alejada hasta ese momento de sus objetivos. Eso sí, estaba cerca de Salamanca, y aquello era una garantía. La sorpresa fue Fornillos, la casa rural, su dueño Víctor, Sayago, sus gentes... «Nos encantó, nos encontramos muy a gusto. Víctor nos recomendó sitios para visitar. Fue una semana inolvidable, nos sorprendió todo. Todavía te podías encontrar a la gente trillando, arando con las caballerías... Un modo de vivir completamente distinto al que teníamos en Madrid».

Aquella Semana Santa dejaría una huella imborrable en la pareja. Tal, que a partir de ese momento guardaron una fidelidad casi enfermiza y volvían en cuanto podían, a Sayago. «Yo me preguntaba, por qué estoy tan a gusto aquí. Esto tiene magia, la gente tan amable, todo me suscitaba mucha curiosidad», comenta Nuria, ceramista y pintora, toda una artista de las manos a juzgar por su obra.

Pronto se dieron cuenta de que habían dado con el lugar que buscaban. Ellos, madrileños por los cuatro costados, de los de capital, sin un pueblo, sin ese anclaje rural que tanto les atraía, encontraron su particular paraíso terrenal. Pasando el tiempo se empezaron a plantear la idea de comprar una casa en un pueblecito de Sayago donde refugiarse fines de semana y vacaciones. Miraron en Palazuelo, en Argañín, en Torregamones, «donde estuvimos a puntito de cerrar el trato». No cuajó, pero el dueño de aquella adquisición luego frustrada era de Gamones y fue así como dieron con ese pueblo recóndito y desconocido de la frontera. «Todo fue casualidad. En el centro cultural encontramos a Leonor, que nos enseñó la casa que vendía», recuerda Nuria. Una vivienda deshabitada desde hace treinta años, condenada a ser el recogedero de trastos, llena de paja, medio derruida, oscura... Sin embargo estaba en el sitio ideal, en un alto, sin casas cerca. A esos puntos a favor se sumó la sintonía que desde el principio tuvieron con la vendedora.

Dicho y hecho. Ya había casa. El siguiente capítulo de la aventura era rehabilitarla, requería una obra en profundidad, cuyo proyecto pusieron en manos de Pedro Lucas del Teso. El problema eran los albañiles, que se demoraban demasiado para las ansias que Delfín y Nuria tenían de un espacio donde descansar y aislarse de la gran urbe. En esto que apareció Bernardo -«un encanto», puntualiza ella-. Vecino de Gamones, Bernardo es el "chico para todo", siempre dispuesto, un manitas capaz de arreglar cualquier chaperón. En seguida demostró ser un diamante en bruto. Comenzó a bajar tejas, a reponer la techumbre, reparar las paredes, las vigas, los suelos, las puertas... Asesorado por el arquitecto, Bernardo fue rehaciendo la casa hasta que en cuatro años aquel desvencijado casután sayagués se reconvirtió en una coqueta y cálida vivienda en la que la familia de "los de Madrid" (así son conocidos en el pueblo) ha armado su hogar. No extraña así que Delfín y Nuria hablen de Bernardo con verdadera veneración.

Fraguó así una apuesta muy meditada, de diez años de reflexiones. Nada precipitada. Eso les da seguridad. «Ahora se nos ha cumplido un sueño que siempre ha estado ahí», comenta ella. Aunque la edad de los chicos «ha precipitado las decisiones; cuanto más mayores se hicieran más les podía costar». El pequeño acaba de empezar en el colegio de Bermillo, donde cada día toma el autobús junto a sus compañeros de Gamones, apenas un puñado de escolares. Diego, el mayor, se estrena esta semana. Ambos se muestran encantados con el nuevo modo de vida, con el que se familiarizaron desde bien niños.

Lo de los padres ha sido un auténtico enamoramiento de este recóndito y desconocido rincón de Zamora, que ya ha seducido a otras familias. Son los nuevos "colonos" de Sayago, dicho en el senti do más cariñoso de la palabra. Hombres y mujeres llegados de otras tierras que encuentran posibilidades mientras muchos lugareños buscan el futuro en la ciudad. Ahí están los ejemplos de Almeida, cuyo balneario ha sido reflotado por una pareja de madrileños; o Luelmo, donde han recala do empresarios catalanes; y el exótico ejemplo de un belga, que ha hecho de Argañín su nuevo paraíso. No todo el mundo se va, ni todo el mundo intenta irse.

En el propio Gamones es resaltable el ejemplo de Marcelina y César, un matrimonio con una explotación ganadera en la que también trabajan los hijos, que se acaba de embarcar en el turismo rural. Poco podían imaginar hace años que dos viejas viviendas condenadas a la ruina terminarían en flaman tes alojamientos de turismo rural, a punto de ponerse en funcionamiento.

Es aquí donde tiene sentido la reflexión de Nuria y Delfín. «La acogida en el pueblo ha sido fenomenal, cada día aprendemos algo nuevo y creemos que también nosotros podemos aportar un granito de arena. Es un intercambio». Ellos, «los de Madrid», fueron los que animaron a Marcelina y César a embarcarse en la rehabilitación de las casas, les hicieron ver las posibilidades; «de no ser por su empuje no nos metemos en esto», confiesa el ganadero. De la misma forma que los nuevos vecinos de Gamones jamás hubieran pensado en abastecer su despensa con la matanza del cerdo realizada por ellos mismos. Se lanzaron un año -¡qué frío pasamos!, recuerda Nuria- y no volvieron a fallar. «Nos ayudaron muchas personas, nosotros no teníamos ni idea. Ahí me veías lavando las tripas, sacando los jamones, curándolos, los chorizos...». Una experiencia hasta el momento desconocida. «Es que aquí a la gente no se le pone nada por delante, viven sin horario, cuando les pides ayuda dejan todo y vienen».

La familia ha pasado su primer verano en el pueblo, cuando la vida casi se hace en la calle y los veraneantes agitan el día a día. Pasado el estío, Gamones vuelve a ser lo que era, con sus apenas cien vecinos, la mayoría jubilados, su quietud sólo rota por el puñado de chavales y los arraigados usos. En ese escenario se desenvolverán los cuatro nuevos vecinos. Tan solo por eso son ya noticia. Por el retorno a pueblos de los que otros huyen

en busca de posibilidades. Ellos han hecho el camino de vuelta en busca de viento fresco, deseosos de recuperar unos valores que echan en falta.