Un pastel entre marrón rojizo, violáceo y verde mancha la loma que respira con un cromatismo que hiere la vista por su intensidad. La montaña sanabresa es así: sube y baja, un engañapiernas que se acaba agarrando a los gemelos. Brezos altivos que se abren paso a codazos entre las praderas naturales, proyectos de robles que aprovechan los descansillos entre el granito más altivo para extender su mantel y sacar la cabeza, florecillas que crecen, aparentemente anárquicas, pero siempre reivindicando su lugar, sus genes que disuelven en el agua. Y piedras. De mil formas: redondeadas las más por los golpes del tiempo, poliédricas por las caricias del viento y siempre compactas, duras como el invierno.

Lo primero que sorprende cuando inicias la marcha hacia el Cañón del Tera, mediada la subida a Peces por la carretera de San Martín de Castañeda, es la fuerza de la naturaleza, el poder de la vida que, sin esfuerzo, ha borrado de un trazo multicolor los efectos de los incendios de los últimos años. Hasta las turberas gritan en su idioma. Sólo cuatro palitroques descarnados recuerdan las llamas. Es como si el mal sueño hubiera traído una mañana de luz realzada por una paleta expresionista. El fuego como elemento purificador; siempre fue así cuando los bosques los plantaba Dios; en Sanabria, al menos aquí, así sigue siendo.

Cuando los excursionistas, recuperado el resuello del falso llano de las praderas vírgenes, que sudan agua corriente, enfilan ya la caída hacia la sombra del glaciar, aparece, a un lado y otro, y sobre todo al fondo, el parque temático del agua. Mil formas, mil sonidos, escorrentías saludables que rompen el paisaje, venas de salmuera que reciben la sangre blancuzca de los regatos que recogen el aliento húmedo de Sierra Segundera. En lo más hondo del vaso pétreo, la Cueva de San Martín, donde el Tera duerme un minuto la siesta para recuperarse del traqueteo de las pozas del Cañón. Un remanso, donde los andarines que han iniciado la marcha en Ribadelago tienen tiempo para mirar al cielo y recobrar el sentido de la realidad antes de entrar en el paisaje obsceno que creó una maldita noche de enero de 1959.

La senda de bajada serpentea, se revuelve como una víbora herida -todavía queda alguna "triangulada" por estos andurriales-, es preciso ir brincando entre las piedras, asentar con sentido la suela de las botas para evitar salir volando y dar con la ilusión contra el granito. Abajo ya, y vencida la pradera inundada, se gira hacia la derecha, abandonando la ruta que baja hasta la Cueva de San Martín. Acebos machos y hembras (con bolitas y sin ellas) marcan el buen camino, antes de pasar un puente de hormigón, que la patina del tiempo, ha "musgueado". Otros quince minutos de buen caminar entre vegetación indomable, donde se mantiene indeleble el árbol del ahorcado (un roble recomido por el tiempo y el fuego), y el Tera saluda a los viajeros con una laguna oscura. Allí, cuando el viaje se hace de madrugada, es posible ver ungulados y jabalíes hociqueando.

Es el momento de desenvainar la caña, preparar los aparejos -primero la cucharilla y estar atento a las "cebadas" por si hay que afilar la mosca- y probar suerte. Después de varias lanzadas fallidas y comprobar que el sol clarea la sombra, lo que aviva a la "pintona" y hace imposible el engaño, es momento de cambiar de escenario, de penetrar en los músculos del cañón y violar el ruido relajante del agua brava. Con las cuerdas del cuerpo en tensión máxima -una mala pisada puede costar cara- se alcanza la primera poza espumosa, reluciente, como una lámina de plata. La lanzada y, zas, notas el toque, brusco, seco, hasta violento, un instante. Pero nada. Otra vez, se repite el agarrón de la potera una centésima de segundo. Pero nada.

Tras mil recobecos y esfuerzos, cambias de poza. Lanzas sobre la caída del agua, donde nace la corriente, contienes la respiración. Recoges sedal. Un segundo, dos, tres, zas, notas el golpe, el tirón. Trucha. Aquí está, notas el agarrón, el suave silbido del carrete, una sombra brillante que se mueve convulsivamente, sujetas el envite, recoges sedal, la fario cede terreno no sin luchar, buscando las piedras de azabache del fondo. La ves ya sobre el agua. Es el momento más difícil, el del cobro. Firmeza y suavidad, eso es el arte. Durante el lance el mundo se ha parado, no hay más que pescador y pescado.

Atrás lo más abrupto del cañón, donde, a veces, es necesario agarrarse a los salientes de la roca para asegurar la pisada, el paisaje se abre de piedras y se cierra de vegetación. Son menos de cien metros donde es necesario pasar por túneles verdes más frondosos que nunca por la abundancia de lluvias. Empiezan a verse los primeros restos graníticos que un día ahormaron la presa de Vega de Tera y hoy conforman un paisaje infernal, los restos de la inundación, de la muerte glaciar, el sello de la vergüenza de una ignominia. Hasta el Tera recuerda, sufre y se esconde en los pulmones de la tierra, desaparece durante varios centenares de metros. No puede ocultar su rumor aunque lo intenta. Aquí lo verde ya sólo se concentra en isletas perdidas, donde el excursionista avispado descubre varios brotes de genciana, la plana curalotodo.

Ya se ven, confundidos en el paisaje descarnado, los restos del muro, gastados, exprimidos. Antes, varias lagunas más que respiran a intervalos coincidiendo con las "cebadas" de las fario. El agua brota, doliente, entre el suelo de roca, extrañamente limpio de vegetación, sin cortapisas. Así una, dos, decenas de veces. Las pozas limpias desprenden silencio rumoroso, relajante.

Cuando los excursionistas llegan al muro de roca se dan cuenta de todo. ¿Por qué reventó la presa? Porque se hizo con guijarros mezclados con mantequilla. No había cemento, no había hormigón, no se ve hierro. La piedra es miel si no tiene donde agarrarse. Es el momento de mirar al fondo del pantano e imaginar: una noche lluviosa, negra como boca de lobo, un ruido seco, brutal, el agua, afilada como un cuchillo que lo arrastra todo, las piedras se quejan y recuerdan el peso agobiante del glaciar; el río se desdibuja, se hace mar embravecido que inicia una carrera frenética. Más de cien muertos. El Estado silva, aquí no pasa nada: equis por cada hombre y equis menos dos por cada mujer.

Dicen que está prohibido pescar en lo que queda de embalse pero no hay ninguna señal que así lo indique. El recinto de pescadores está muy sucio, la techumbre hace aguas. A lo lejos, una línea recta, casi perfecta. ¿Qué es?. ¿Un canal? ¿Quien controla a los amos del canal? Aquí no hay nadie. Estamos, sin duda, en el umbral del cielo y el infierno. La ruta, una de las más completas de las que se pueden hacer en Sanabria, tiene mucho que enseñar.

Dificultad media

La ruta entre la carretera que comunica San Martín de Castañeda con la Laguna de Peces y la Presa de Vega de Tera (Presa Rota) ronda los siete kilómetros, que doblados se consideran un recorrido de dificultad media. En el trayecto hay que admirar la vista impresionante del Cañón del Tera, las corrientes continuas del río, que desembocan en pequeñas lagunas, además del marco pétreo y la vegetación que conforman un paisaje singular. Impresionantes resultan los restos de la presa, lo mismo que los alrededores de ésta. Es imprescindible llevar botas de montaña.