N adie en su sano juicio puede negar los tremendos efectos del cambio climático con una sequía considerada por los expertos como la peor del último medio siglo. Las causas no sólo son un notorio incremento de las temperaturas máximas y el abrupto descenso de las precipitaciones, sino la propia acción del ser humano, que hasta no hace muchos años consideraba esta inquietud una cuestión casi intrascendente, cuando no un puro esnobismo. Pero, lamentablemente, ya estamos viendo las consecuencias de este proceso debajo de nuestros pies. Basta darse una vuelta por los pantanos y embalses de Castilla y León donde la falta de agua ha dejado una estampa desoladora, un lienzo monocolor de tonalidad amarilla, donde el único movimiento apreciable es el polvo de la tierra surcando las escuálidas orillas.

Hay zonas de la Comunidad, como la de Tierra de Campos, donde las lluvias caídas en los últimos doce meses son inferiores a la media anual que se registra en el desierto del Sáhara. Aún así, la preocupación por este escarnio de la naturaleza hacia nuestro comportamiento pasa a un segundo plano en nuestros niveles habituales de preocupación. Estamos, a lo que se ve, más centrados en cuestiones estériles, como las identitarias, cuando nuestro campo pasa sed y la falta de agua, que es realmente la bandera de la vida, surcan tímidamente los noticieros.

No porque se anuncien lluvias a partir de ahora se habrá paliado la gravedad de una sequía sin precedentes. Son, como decía, inauditas y espeluznantes las imágenes de muchos pantanos. Barrios de Luna y Riaño, en León; El Burguillo, en Ávila; Compuerto y Aguilar, en Palencia; Cuerda del Pozo, en Soria; Linares del Arroyo, en Segovia; el meandro de Riomalo de Abajo, en Salamanca, y Ricobayo, en la provincia de Zamora, son algunos de esos testigos agonizantes. Las secuelas son tan evidentes que hasta nos han vuelto a desvelar al ojo humano la imagen de antiguos restos de sillares, de puentes y restos de torres de iglesias que nos recuerdan la solidaridad de unas gentes que sufrieron el mayor de los desarraigos por el bien común y el progreso de todos. Ya sólo por esa única razón, deberíamos tomarnos el cambio climático como una de las prioridades más importantes. Y ciertamente debe ser abordado como una auténtica cuestión de Estado, para la que no sirve regatear ningún esfuerzo por la vía de la modernización de infraestructuras, la creación de nuevos pantanos y el refuerzo de los planes hidrológicos. Sin olvidar, obviamente, la aportación individual en la búsqueda de respuestas eficaces desde la misma concienciación en el uso racional de un líquido cada vez más escaso.

No es, sin duda, un asunto para tomárselo a broma. Desde hace año y medio no llueve en Castilla y León de la misma manera en que lo hacía antes. La irregular meteorología que preside nuestro territorio es mucho más acuciante y el nuevo ciclo que vivimos se caracteriza por un déficit hídrico extremo. Son suficientes motivos para abogar por la responsabilidad de todos. La Administración, mediante una correcta planificación de los recursos y un eficiente aprovechamiento de los años más húmedos y el resto, a través del ahorro y el compromiso con un bien público indispensable. De ahí la urgente adopción de técnicas que hagan sostenibles los regadíos y los usos agrícolas, junto a la correcta canalización y el abastecimiento doméstico. Lo contrario incidirá en un irreparable daño hacia el sector primario y lo que, es peor, en la mayor pérdida de población, convirtiendo el medio rural en un infinito lodazal. Por ello, la acción del hombre resulta determinante en cualquiera de las soluciones posibles. No lo olvidemos si no queremos que la herencia a las generaciones venideras acabe siendo un simple y triste secarral.