«Atad los perros, haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas». Como Bécquer hace siglo y medio, escucho la leyenda soriana camino del abrupto monte, imaginando inquieto qué me encontraré junto la orilla del Duero. Es un día de otoño, los árboles amarillean, el caudal del río desciende con un ritmo monótono y tranquilo y se acerca el día de Todos los Santos.

La medianoche tardará en llegar. A estas horas, es toda una quimera escuchar el doble de las campanas en la ermita en la que todo ocurrió. Por eso, no queda más alternativa que revivir la leyenda soriana mientras recorro el escenario de la tragedia, entre la antigua iglesia románica de San Juan del Duero y la ermita de San Saturio, apenas separadas por media hora de ruta.

Bajo los arcos de uno de los claustros más bellos del planeta aún resuenan los ecos de la batalla. Los templarios, llamados por el rey para defender el puente de Soria, y los nobles, agraviados por la orden del monarca, convirtieron un día cualquiera de caza en una batalla tan espantosa que el monte quedó sembrado de cadáveres. Amigos y enemigos fueron enterrados en el mismo lugar. Qué ironía. El descanso eterno se convertiría en una batalla fantástica cada noche de Ánimas.

Los visitantes curiosean el interior del templo soriano, descifran las secuencias bíblicas en los capiteles del baldaquino y caminan despreocupados por el exterior, sobre la verde hierba que contradice los tonos terrosos del claustro. Matrimonios jóvenes con sus pequeños y grupos de estudiantes conversan, ajenos a lo que ocurrirá en el monte en pocos días. Ignoran que los esqueletos de nobles y templarios comenzarán a abandonar su tumba para luchar entre breñas y zarzales, los sudarios hechos girones€ entre los aullidos de los lobos, "horrorizados", y los "espantosos" silbidos de las serpientes.

Esta es la historia que el valiente caballero Alonso refiere a su prima Beatriz mientras recorren, como hago yo ahora, la ribera del Duero rumbo a las calles de Soria. Camino de la ermita de San Saturio, enclavada en el mismo monte, dejo a la joven pareja en una entretenida conversación.

Ya en el palacio de los Condes de Alcudiel, los mayores narran relatos de espectros en la noche de difuntos, al calor de la chimenea gótica. Ajeno a las historias de terror, Alonso ofrece a Beatriz un joyel como recuerdo en vísperas de que la joven parta a su hogar en Francia. «Y antes de que concluya el día de Todos los Santos y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás?», le pide el caballero a cambio. Ajena a los cuentos de brujas y aparecidos, descreída, escéptica, Beatriz tienta a su primo. «¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería y me dijiste que era la divisa de tu alma? Pues se ha perdido€ en el Monte de las Ánimas». El valiente Alonso asegura que otro día «volaría» a por esa banda, pero esta noche€ el «rey de los cazadores» reconoce que€ "tengo miedo". En efecto, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las campanas doblan, las ánimas comienzan a dejar sus fosas€ un escenario que helaría la sangre de cualquiera. En cambio, ante las provocaciones de Beatriz, el brío juvenil se apodera del guerrero, quien decide ir a por esa banda al galope, de noche, hacia el Monte de las Ánimas.

Ocurrió muy cerca del edificio templario de San Polo, ahora en restauración, y de la rotunda ermita a la que me dirijo. Adherido a la roca, se levanta el templo barroco de San Saturio. Retirado en la cueva de Peñalba, el anacoreta recibió en este mismo lugar a un joven discípulo, Prudencio, quien arriesgó su vida cruzando el Duero de orilla a orilla€ sin mojarse, dice la tradición del lugar.

Desde el refugio, los escalones me llevan por las diferentes estancias de la ermita abrazada al risco. Allí es donde descubro el oficio de santero, una especie de fraile encargado del mantenimiento del lugar, una dedicación que ha llegado desvirtuada a nuestros días, pues hoy es un funcionario del Ayuntamiento de Soria quien se ocupa de las labores propias. El techo de la ermita barroca, en el último piso, es un notable conjunto de pinturas al fresco que narran la vida santa de Saturio.

Allí, tan cerca del Monte de las Ánimas, me veo obligado a recuperar el relato de Bécquer, intentando descifrar que pudo ocurrir aquella lejana noche de difuntos. Porque el joven Alonso nunca regresó de la expedición nocturna a caballo. Beatriz, tras un sueño ligero e inquieto, despertó al día siguiente agradeciendo las luces del alba€ de no ser porque en su oratorio halló algo que no esperaba: envuelta en sangre, la banda azul que Alonso había ido a buscar. La visión descoloró sus mejillas, la paralizó por completo€ y para cuando los servidores del palacio de Alcudiel se presentaron en el oratorio a darle la noticia de la muerte de su primo, Beatriz yacía "muerta, muerta de horror".

Es el momento de abandonar San Saturio rumbo a las calles de Soria, al otro lado del Duero. Desde allí, se percibe con mayor perspectiva el Monte de las Ánimas. Ni rastro, un tanto aliviado, de la aterradora escena referida por Bécquer: los esqueletos corriendo en el valle tras de una joven que no para de dar vueltas a la tumba de Alonso€ Pero es de día, faltan algunas jornadas para Todos los Santos y aún no doblan las campanas por los difuntos.