"¿Puedo montar en el autobús con vosotros hasta Vigo? Sí, claro, sin problema". Esta breve, minúscula, conversación puede cambiar una vida. Lo hizo, de hecho. Eran, aproximadamente, las cuatro de la tarde. 10 de abril de 1979. Un joven gallego de 21 años regresaba de La Línea de la Concepción (Cádiz), donde cumplía con el servicio militar, para disfrutar del permiso de Semana Santa. La década de los setenta tocaba a su fin y los medios de transporte, precarios, nada se parecían al transporte colaborativo que hoy es tan popular (y tan polémico). Al menos, entonces no tenía ese nombre. Era una época más austera, más parca, en todo. A José Antonio Arias Varela lo había traído un coche en autoestop hasta Santa Cristina de la Polvorosa, donde los caminos se dividen en dirección a Burgos, León y Galicia.

El joven gallego se acercaba a un restaurante junto al pueblo, cuando vio cómo un grupo de escolares salían del local para reemprender la marcha en un autobús, en cuyo exterior se podía identificar el destino: Vigo. "Hablé con ellos, les pregunté si podían llevarme y me dijeron que no había problema". José Antonio, provisto de su petate, subió al vehículo escolar y se acomodó en el primer asiento tras el conductor. Unos segundos más tarde, su vida cambiaría para siempre. "Tarde unos veinte años en comenzar a olvidar, a superar todo lo que me había pasado. Y el accidente fue una de las cosas más dramáticas que me sucedieron", se sincera el vigués. Nunca antes había contado en público el horror que vivió en el Órbigo.

"El autobús golpeó con el puente, el conductor dio un volantazo para enderezarlo y caímos al río. En aquel instante pensé que saldríamos a pie, pero el caudal resultó ser mucho mayor. Al golpear la parte delantera con el río, el agua entró a presión. Imagino que nos llevó a todos hacia el fondo. Yo agarré a un niño y salí fuera del autobús. Después, las piernas dejaron de responderme y lo único que pude hacer era agarrarme a un árbol". Y allí esperó José Antonio el rescate definitivo mediante cuerdas. "Yo le pedí a la gente que estaba en la orilla que rescataran primero a los niños", revela. Pero todo fue muy rápido y 45 escolares, los tres profesores y el conductor perecieron en el agua o a causa del siniestro.

Seguro que cualquiera se ha preguntado alguna vez en la vida qué sentiría en mitad de una tragedia. Unos pocos lo saben, los implicados, lo saben. "Del principio, recuerdo una serie de cúmulos? no sabía realmente dónde estaba, no era consciente de lo que estaba pasando", relata José Antonio. Y si aquello fue dramático -"Siempre he intentado olvidarlo todo"-, lo que vino después fue una prolongación del infierno del Órbigo.

El "soldado", como pasaría a denominarse para la desafortunada historia del accidente del Órbigo, estaría varios días ingresado en el Hospital Comarcal de Benavente. "Mis padres vinieron a buscarme al hospital, allí había familias que habían perdido a los suyos y se encontraron con todo el panorama", lamenta Arias Varela. De regreso a Vigo, en busca de una necesaria normalidad, las cosas no fueron a mejor. "Acudí al hospital militar de La Coruña para recuperarme de una rotura en el tímpano por el accidente". En su casa, José Antonio comenzó a darse cuenta de que algunos de los fallecidos eran amigos de amigos, o incluso vecinos.

Nada más regresar al cuartel, el responsable me llamó al despacho y me amenazó con quitarme los permisos por haber hecho autoestop". José Antonio no podía creer que ni siquiera le hubieran preguntado por su estado de salud tras el accidente. "Me puse en mi sitio y casi tuve un problema", reaccionó el "soldado".

"Después del accidente, todo siguió hacia abajo". El accidente "hizo que me refugiara aún más en mí mismo", revela José Antonio. "Me evadía para no pensar en nada". Los ochenta fueron dramáticos para muchos españoles en los ochenta y principios de los noventa. Fueron "problemas de juventud", una "película que me llevó por un mal camino", reconoce.

El "soldado" del Órbigo continuó su vida en Vigo, donde reside actualmente. Se casó y hoy puede disfrutar de su hija y de sus nietos, "lo mejor" del amargo camino. "Hasta veinte años más tarde no comencé a dejar todo atrás", se sincera. Pero José Antonio no guarda rencor hacia nadie, ni piensa que aquello no debió sucederle a él. "La vida me ha enseñado que cada uno tiene su propia historia, que es una especie de lotería, que un día nos iremos y punto", concluye su relato, la primera vez que lo comparte de forma pública, para lo que han tenido que pasar cuatro décadas.

Y ahora vuelve a llegar esa fecha maldita. 10 de abril. "Me trae muy malos recuerdos", insiste. Le hablaron del acto de conmemoración que tendrá lugar el próximo miércoles en Santa Cristina, en la orilla del río junto a la que cayó el autobús. No acudirá. ¿Dónde estarán las aguas que arrastraron a aquellos escolares ahora, cuarenta años después? José Antonio quiere olvidarlo, aunque siempre será el "soldado" de la tragedia del Órbigo.

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