El 25 de agosto de 1944, en un último gesto de locura, Adolf Hitler ordena la destrucción de París.

¿Arde París?

El 22 de octubre de 2017, otro gesto de locura ordena la destrucción de Galicia.

¿Arde Galicia?

Nadie responde. El dolor les ha dejado mudos.

"Soy un hombre de fidelidades: a una mujer, a un periódico, a un editor, a una ciudad?"

Estas palabras de Miguel Delibes, me llevan a ampliar el campo de mis fidelidades: la tormenta, el viento, los árboles, la montaña, el llano? pero, sobre todo, los ríos.

"¡Oh Duero, tu agua corre/y correrá mientras las nieves blancas/de enero el sol de mayo/haga fluir por hoces y barrancas, /mientras tengan las sierras su turbante/de nieve y de tormenta, /y brille el olifante/del sol, tras la nube cenicienta! / ¿Y el viejo romancero/fue el sueño del juglar junto a tu orilla? / ¿Acaso como tú y por siempre, Duero, /irá corriendo hacia la mar Castilla?"

Se duele Machado y, como Machado, cada uno de los poetas que dedican un solo verso al río.

Hoy, nos dolemos todos. El Órbigo, el Esla, el Eria, desnudan sus caudales y nos muestran sus lechos por los que hace tiempo transcurría el agua.

Nos muestran sus miserias para acusarnos de la irresponsabilidad que supone arrojarles todo aquello que nos estorba. Lechos que jamás hasta ahora han quedado al descubierto impúdicamente dejando ver el fondo que siempre guardaba algo de misterio y de terror. ¿Por qué no caminar por el lecho del río vacío? No quedará huella urbana, ni pisada. Ni testimonio, solo el recuerdo de que he estado ahí. Y cuando de nuevo se llene el cauce, borrará mi paso, seguirá su rumbo lentamente hacia el mar, que es su morir y nuestro morir. Es de necios mirar desde el pretil del puente y no dolerse de su sequía.

Seguro que todos recordamos el agua bajando turbulenta, amenazando las pilastras, llenando los ojos de un puente de piedra por el que tantas veces hemos paseado. Rugiendo como león herido, mirándose en las orillas donde crecen espadañas y emberos deseosa de tragarles a su paso.

Pero sigue seco. El Órbigo sigue teniendo sed. El Esla sigue transportando un agua perezosa hacia un Duero eterno que espera con los brazos abiertos.

"Por los puentes de Zamora, /sola y lenta, iba mi alma. /No por el puente de hierro, /el de piedra es el que amaba. /A ratos miraba al cielo, /a ratos miraba al agua. /Por los puentes de Zamora, /lenta y sola, iba mi alma". Canta el poeta Blas de Otero.

Y del agua al fuego.

Estando en Ponferrada, rematando el hotel del Temple, convocados por el canto del urogallo en velo, compartí mesa con el doctor Cedrón, el insigne escritor gallego Castroviejo, Alfonso Urquijo, al que meses después asesinaría, (alguien en compañía de otros) y Pedro Barrios, el propietario del hotel. Entre bocados de empanada de lamprea y buen ribeiro, yo, le pregunté al gallego, experto en catar orujos, por el rito y la composición de la queimada, éste, me remitió que, para entender lo primero, fuera a un libro de Gaston Bachelard Psicoanálisis del Fuego. Para saber la segunda, solo me confesó: hojas de laurel pares y peladura de limón impares para espantar "as meigas".

Pero no es del fuego que surge del pote de la queimada del que quiero hablar, sino del otro, al que alguien deja la puerta abierta para que salga como fuerza que es y que nadie puede impedir su desastrosa carrera.

Escribe en su libro el autor: "el incendiario es el más disimulado de los criminales".

¿Qué pasa por la cabeza del que tea en mano o artefacto sofisticado enciende la mecha del desastre? Ya sabemos que el fuego sugiere el deseo de cambiar, de atropellar el tiempo, de empujar la vida hasta su término, incluso más allá. El fuego puede explicarlo todo. Si todo aquello que cambia lentamente se explica por la vida, lo que cambia velozmente, se explica por el fuego.

Pero estos criminales no tienen ni la valentía, ni el conocimiento del filósofo Empédocles que, tras su larga vida exilado en el Peloponeso, se arroja al cráter del Etna para ser venerado como un dios por sus conciudadanos.

La psiquiatría moderna ha analizado la personalidad de los incendiarios demostrando el carácter sexual de sus tendencias. No voy a entrar en un campo que desconozco, simplemente lo cito como anecdotario.

Me quedo con ese otro fuego íntimo, el que nos hace apoyar los codos en las rodillas y contemplar como los leños arden bajo la campana del hogar y chisporrotean mientras avanza dentro de nosotros la ensoñación, el plácido bienestar, que nos sumerge en un mundo de fantasías. Nadie habla ante ese fuego, si acaso, susurramos para no molestar el crepitar de las llamas.

Nos fundimos en ella y sentimos esa terrible atracción que nos empuja a remover la ceniza, avivar la lumbre. El alma se siente embrujada y, a sabiendas de que puede ser devorada, se acerca hasta su borde y sigue contemplando como arde. Se trata de un fuego tranquilo, domeñado, que purifica, que vuela y casi canta. Ese fuego encerrado en el hogar, es una invitación al reposo.

"Antes de ser hijo de la madera, el fuego, es hijo del hombre".

Y eso lo saben los desalmados, los incendiarios: tener conciencia de arder, es enfriarse; sentir una intensidad, es disminuirla. Es la ley del hombre activo. Esa ambigüedad está cargada de complejos enloquecedores acaso por eso, busquen su paraíso en la llama o en la ceniza.

No hay causa ni razón que justifique su locura, porque los motivos habría que buscarlos lejos de cualquier tratado de psiquiatría, sino, en intereses bastardos, en venganzas y en odios. Pero no solo arde Galicia. Arde Portugal, arde Canarias, arde Asturias, como si el fuego se contagiara por encima de la distancia.

¿Dónde se esconde la mano que los mueve, que aventó las llamas, que sopla la lumbre, que enciende la mecha?

Como cantaba Rafael Farina: "Alma de tirano, corazón de hierro/Maldita sea la mano, que mata a un perro"