Que llueva, que llueva, /la Virgen de la Cueva, /los pajaritos cantan, /las nubes se levantan /que sí, que no, /que llueva a chaparrón, /con azúcar y turrón".

Esta vieja canción infantil, no era ni más ni menos que una súplica al cielo para recibir de él el regalo y la necesidad de la lluvia,

Pasó la festividad de San Marcos, instituida en los primeros siglos de la Iglesia para sustituir la fiesta pagana de la Robigalia; le cantaron rogativas, le pusieron mirando para los campos desérticos, le castigaron de cara a la pared, pero no ha llovido.

Caro Baroja hace alusión a estas prácticas de implorar al cielo en los malos momentos y luego, cuando se espera lo inevitable nos acordamos de Santa Bárbara si llueve. Aprovechamos la excusa religiosa para salir de romería desperezándonos de este modo el letargo invernal. Buscamos la sombra bajo los encinares dando buena cuenta de la tortilla, el escabeche, el buen embutido y los cantares, los romances lugareños y las coplas de nuestro folklore tras la ingesta de los vinos de la Ribera.

Son muchos los lugares de esta Tierra de Campos en los que, ante la amenaza de la sequía, se toman más en serio las súplicas esperando la intervención y la ayuda divina.

En Barcial de la Loma, por ejemplo, se celebran las rogativas mayores, paseando por los las eras y el campo la imagen del santo, mientras se invoca a la Santísima Trinidad, recitando estrofas en las que se señalan con énfasis la perentoria necesidad por que el hombre de esta tierra vive fundamentalmente de la agricultura.

Hay otros lugares en los que, incluso, llegan a sumergir la efigie del santo en el río o, como ocurre en valle navarro de Aranguren, donde se conserva el cuerpo de Santa Felicia, se introduce dicho cuerpo en un pozo reclamando las nubes y el aguacero.

La cosa no está para tomar a broma estas prácticas devotas, ni para desperdiciar el agua dejándola correr por los grifos abiertos.

Quién no se alegraba al llegar al embalse de Ricobayo y verlo rebosante a punto de saltar por encima de la carretera. Era como el apunte, la espera de una buena cosecha. Ahora, el alma se nos encoje al verlo convertido en desierto por el que un hilillo de agua nos recuerda que ese lodo reseco es de su propiedad.

Pero la sequía, aparte de dejarnos ver el fondo sucio, osario de desperdicios, estercolero de inmundicias, de pantanos y ríos, deja al descubierto otras impurezas.

Uno se sienta a sus orillas y mide el tiempo en razón del excremento acumulado y el alma se vuelve a arrugar por tanta tristeza. Y volvemos a ser niños cuando todos soñábamos en los fondos donde corrían los peces sin pensar remotamente que un día podríamos pasar sobre ese fondo como Moisés sobre el Mar Rojo. Y lo tenemos delante, con toda esa suciedad, con todo lo inservible, mostrándonos para nuestra vergüenza cuanto arrojamos un día pensando que de ese modo irresponsable lo enterrábamos para siempre bajo las aguas ahora desapreciadas.

Lloran los ríos porque pierden su caudal y el agricultor mueve la cabeza, mirando al cielo en busca de nubes y se desespera. Lloran el Duero, el Esla, el Órbigo o el Tera que se encojen tanto que parecen arroyos de cualquier torrentera. Y llega una noche fría como la pasada y, por si fuera el castigo poco, la helada echa a perder el fruto que ya comenzaba a despuntar.

Ahora ya no salen a recorrer los pueblos aquellos redentores de lo malo: el crédito barato, la venta a plazos, la especulación, aprovechando las necesidades y el apretarse el cinturón. Porque no hay cosechas que hipotecar. Porque no hay nada que vender y porque los aperos cuelgan en los corrales como objetos de exposición.

Tantas veces hemos oído decir eso de que el campo se muere, que al final, siempre se obraba el último milagro: aquel que hace que renazca de nuevo y se cubra de verde, que pinta de rojo las amapolas y nos hace soñar con noches de estrellas y el rebrote de las espigas. Pero esta vez me temo que el campo espera recibir la extrema unción resignado, como el moribundo que espera su finiquito.

Lo malo es que no podemos esgrimir la crisis para señalarla como la causante de todo mal. Como bien canta Claudio Rodríguez: "Siempre la claridad viene del cielo; es un don". Del cambio meteorológico, de la desertización, de las rastrojeras abandonadas, de la falta de agua en nuestros embalses solo tenemos la culpa nosotros.

Exigimos agua no contaminada y en abundancia, pero salimos al campo y no somos capaces de venir con los desperdicios, abandonándolos en las bolsas de plástico para que se pudran al sol.

Abrimos los grifos dejando que el agua se vaya por el sumidero como si tuviéramos derecho a desperdiciarla y lo malo es que no se educa para evitar nefasta costumbre, para persuadir a los más jóvenes que el ahorro del líquido es necesario y que hay que racionarlo.

Llegará el estío y nos quejaremos de que las zonas donde ayer íbamos a bañarnos y tomar el sol están resecas. Pero regresamos a casa y casi como venganza, abrimos el grifo olvidándonos del tiempo bajo la ducha.

Pero la sequía también trae otras prácticas peores: la sequía de la moral, de la decencia, de la honradez y asistimos a la entrada y salida de los juzgados de aquellos en los que confiamos nuestra gobernabilidad. Y llegamos a pensar si merece la pena tener políticos y votarles.

¿Dónde están los diputados, senadores, delegados, junteros, alcaldes? A caso presidan alguna procesión por aquello de los votos, pero mirando de soslayo su reloj porque lo religioso, que poco o nada les importa, es un coñazo y cuanto antes termine la velada, antes se irán de copeo. No les he visto. Pero seguro que harán promesas estúpidas en las plazas de cualquier pueblo que muere de hambre, o subirán a la tribuna para declarar a Castilla zona catastrófica y ayudas al campo. No sé si hacerles una pedorreta o aconsejar como nuestro entrañable Fernando Fernán Gómez aconsejaba a la, señora Mónica de Oriol: ¡¡Váyase usted a la mierda!! Y, eso sí, no vuelva