Escribe Miguel de Unamuno: "El sentimiento es la potencia máxima unificadora y opuesta a la razón".

El sentimiento nos acerca a cuanto nos rodea, a aquello con lo que convivimos, ejerce la función de catalizador haciéndonos amar o aborrecer. Y a él apelamos cuando de lo que se trata es de recordar.

Son estas fechas quizás las más entrañables sobre las que hacemos orbitar la mayoría de los recuerdos. No se han perdido aún los ecos del carnaval, ni nos parecen tan lejanos los días navideños. Solo ayer era pasión y hoy estamos ya en pascual florida.

La vida es un suspiro, diría el clásico, al que no se le puede quitar la razón.

Estoy convencido que todos nosotros tenemos un refugio donde se almacenan los días felices de nuestra niñez. Solo hay que observar los rostros ya curtidos cuando casi con cara bobalicona miramos y seguimos el paso de la borriquilla un domingo de ramos, esa misma borriquilla de entonces. La misma que nosotros año tras año hemos visto desfilar. La misma que vimos de la mano de nuestros padres agitando las palmas o las ramas de olivo y mostrábamos a los amigos los calcetines nuevos o la camiseta nueva, el pañuelo nuevo por aquello de que, el que no estrena nada en ramos, no tiene ni pies ni manos. O nos refugiábamos entre sus piernas asustamos al paso del judío del clavo, el mismo con el que nos metían miedo cuando pasaba como ayer pasó a nuestro lado.

A diferencia de otros desfiles multitudinarios y cargados de bellas imágenes, las de Benavente carecen de valor artístico. No hay ningún Salzillo, ni Gregorio Fernández, ni Menas, ni Juan de Juni, aunque entre las figuras burdas y carentes de técnica escultórica que componen el paso de la flagelación, la talla del Cristo desnudo es de una belleza extraordinaria que se podría hablar salido de la escuela de Bernardo del Rincón o de Hernández Navarro, incluso del mismo Gregorio Fernández.

Al someterlo a la restauración lo pensé muy mucho, pues no solo debería reparar los daños sufridos por la carcoma, sino tener que levantar toda la policromía craquelada, de buena factura y proceder de nuevo a su estucado, volver a pulir éste y colorearlo para conseguir la mezcla óptica que devolviera la belleza a la anatomía perfecta.

Las demás, vírgenes y nazarenos, son imágenes de vestir, es decir armazón de madera que solo dejan ver los rostros afligidos, los pies descalzos o las manos soportando la cruz.

Curioso es el sistema de poleas en el interior de la virgen de La Soledad, que en su día pudo articular cabeza y manos haciendo que aquella girase a izquierda y derecha y las manos se elevaran.

De las primeras mesas toscas que portaban a hombros costaleros alquilados, se ha pasado a la magnificencia de los tronos que imitan a los que profesiónan en Valladolid o Sevilla olvidando que estamos en una tierra árida donde no crecen los claveles ni las rosas y si los cardos y el tomillo.

Me sigue emocionando al contemplar la gran cruz de madera tallada por Miguel González, carpintero benaventano y cuyos remates en bronce fueron realizados por mi padre.

Desapareció misteriosamente el paso de la sentencia o el lavatorio, una composición clásica de figuras con un Pilatos lavándose las manos indudablemente el grupo escultórico más acorde con la Pasión de Cristo. Nada se volvió a saber de la urna de cristal con remates de latón en cuyo interior reposaba la cabeza de un yacente de larga melena negra.

De la banda de trompetas y tambores del Frente de Juventudes o la banda del Regimiento de Toledo de Zamora que acompañaban las procesiones, hemos pasado acertadamente al sonido distorsionado, las notas amargas de otras bandas que ponen la nota de tristeza y amargura en las noches de la semana santa.

Y de aquella tristeza, aquel negro, llegamos a la mañana esplendida de luz, la semana albina por excelencia. La mañana de este domingo, cuando desde la balconada del ayuntamiento el pregonero anunciaba a voz en grito: ¡Cristo resucitó! ¡Aleluya!

La Virgen de la Soledad dejaba caer su manto negro para vestirse de blanco. Las palomas volaban asustadas por el estampido de los cohetes y las campanas repicaban a gloria.

Ese es el misterio de la resurrección: un cielo que se abre limpio, una luz que nos parece nueva, una naturaleza que brota en árboles, en flores, en campos verdes.

Nos renovamos. No antes, sino ahora, salimos del túnel oscuro del invierno para comenzar y enfrentarnos al duro oficio de vivir cada día. Respiramos el aire puro y arrancamos la ramita de romero, o la flor del almendro para ponerla cerca de nosotros como una reliquia de protección.

Resucitamos los recuerdos.

Cito a Petrarca: "Seguid a los menos, y no al vulgo".