Los recuerdos comunes son a veces los más pacificadores".

Esta frase de Marcel Proust me consuela porque siempre había pensado que los recuerdos comunes llevan asociada cierta intranquilidad, cierto amargor, incluso, cierta tristeza y pena.

Hurgar en la memoria es como levantar la tapa de un baúl, o abrir el cajón donde guardamos aquellas cosas que, en vida, nos acompañaron y que ahora en muerte, nos llega cuando las removemos de lugar o simplemente las observamos, como esos calendarios perpetuos que nos dicen en que día de la semana nacimos o que luna o que tiempo se disfrutaba cuando por primera vez abrimos los ojos.

Duelen, claro que duelen, porque la vida no es un camino de rosas por el que circulamos seguros y ellos nos traen, envueltos en la nostalgia, rostros de amigos, paisajes, situaciones o simples detalles u objetos de alguien que un día los puso en nuestras manos.

Pero siempre es grato recordar si no, ¿para qué nos serviría nuestra memoria?

Cada día aprendemos y memorizamos cosas sobre el entorno en el que vivimos, pero a esa misma velocidad también emprendemos una curva del olvido alejándonos del original para recordar solo más tarde aquello que, por la circunstancia que fuere, quedó grabado para perpetuarse.

No sería nada malo poder tatuar en nuestro cerebro los sucesos que nos aproximaron a la felicidad para recordarlos siempre, aunque el mecanismo de la memoria se vaya deteriorando.

También existe otra memoria colectiva, común y a la que siempre apelamos cuando queremos comunicarnos con los demás o transmitir nuestras emociones.

Pasiblemente, si hablamos de la fecha de hoy, es decir, del domingo de tornillero, todos guardamos momentos en los que, siendo jóvenes, mandábamos a nuestras madres cocinar las tortillas para salir al campo o compartirlas con los amigos en cualquier lugar si el tiempo no era favorable.

Era común el preguntar, con sonrisa picaresca, ¿con quién vas a juntar los huevos?

Siempre recordaré esas tortillas y los botes de melocotón en almíbar, que, sentados en corro tras correr entre las encinas del Montico, degustábamos como el mejor manjar. Pero, por encima de la comida, de los chascarrillos, de las peleas, recuerdo a los amigos.

Me temo que dentro de unos años cuando los jóvenes de ahora tengan que recordar sus noches de botellón, no puedan decir lo mismo. Y no es que nosotros fuésemos mejores, para nada, simplemente que las reuniones, los saraos eran diferentes y se remataban con más juegos o sentados en torno a la hoguera contando historias de héroes del Oeste o comentando, como dice Sabina una de romanos. Claro que entonces no existía el plástico y del periódico, los papeles de estraza con los que se envolvían los bocadillos nos deshacíamos fácilmente convirtiéndolos en cenizas tras arrojarlos al fuego y dejar el lugar tan limpio como lo encontrábamos. Tampoco bebíamos vino, todo lo más las gaseosas o la limonada y de fumar, algunos fumaban Bisonte, Bubi, Timonel, más tarde Celtas, o los más diestros liaban sus cigarrillos con Ideales o picadura.

Si buscamos por Wikipedia en que consiste el domingo de tortillero veremos que lo describe como una tradición, la de salir al campo a comer tortilla en compañía de familia o de amigos el domingo anterior al domingo de ramos.

Según escribe Pascual Madoz en su Diccionario Geográfico, en Benavente dicha romería se circunscribía a las inmediaciones de la ermita de San Lázaro para pasar el día y comer la tortilla. Pero no una tortilla cualquiera, sino "tortilla de escabeche o de besugo".

Parece ser que en aquel tiempo también era frecuente celebrarlo en las proximidades de la Fuente Mineral o en el ambigú de la Bombilla. Yo, desde luego no había nacido y mi memoria solo alcanza a ver los grupos de familias o pandillas de jóvenes celebrando este día en la Ventosa o en el Tamaral.

Quiero pensar que era un primer canto a la llegada de la primavera, al descubrir los campos donde brotaban ya las margaritas y los almendros comenzaban a florecer, porque hasta en eso había cierta conjunción. Los inviernos se prolongaban más que ahora y la floración se retrasaba.

Me emociona el ultimo cuarteto con el que termina su llorada Elegía Miguel Hernández: "A las aladas almas de las rosas/del almendro de nata te requiero, /que tenemos que hablar de muchas cosas, /compañero del alma, compañero".

Y tanto que tenemos que hablar.

Es una manera de madrugar tras la larga noches del invierno largo. Despertamos a las cosas con el mismo asombro con que acaso despierte el lagarto y sienta la dicha de verse vivo. Nos regocijamos de la primera luz sin frío, de la primera hierba verde, de la prolongación de las tardes y cantamos sin que nadie nos oiga. Miramos a la sierra donde aún quedan penachos blancos de las ultimas nieves y sentimos cierta nostalgia al despedirnos de ella.

En las escuelas lo maestros nos exigían una redacción sobre la primavera. Y escribíamos del campo que contemplábamos desde las ventanas de la clase.

Es posible que nos enamoráramos al primer golpe de vista y era el tiempo de nuestros primeros versos cursis, nuestras cartas de amor llenas de faltas de ortografía o guardar las hojas de los árboles que luego se amustiaban o se volvían rojas entre las páginas de cualquier libro.

Y todo ello, la semana anterior a la Semana Santa. Y todo, cuando comenzaba el trajín para poner a punto los pasos, sacudir el polvo que les cubría, volver a hacer bromas con el judío del clavo, barnizar las andas, que ahora llaman tronos, y fregar con lejía el piso de la ermita de la Soledad.

La vida transcurría entonces más lenta, de rito en rito, de fiesta en fiesta, de celebración en celebración que se repetían año tras año y que iban desde las rogativas de San Marcos, a la fiesta del toro enmaromado.

De todo ello se ha nutrido nuestra memoria y seguirá nutriéndose mientras siga viva.

En los años sesenta se hablaba de la idea de la memoria a corto y largo plazo, es decir que los recuerdos se iban almacenando o se transferían, de uno al otro, unos, de escasa longitud y otros, que permanecerán anclados para siempre. Lo malo es que no hay opción, si fuera cierto, de poder escoger como las lentejas, separando los episodios buenos de los malos, poner a un lado lo que podría ser un paraíso donde ni existe el dolor y en el otro un infierno al estilo del infierno de Dante en el cual los condenados están repartidos en tres categorías cada una localizada en una sección decreciente de la cavidad subterránea.

Pero todo se reduce a lo más simple, a sentarnos en el parque, mirar al cielo azul y comenzar de nuevo a recordar guardándolo en el almacén para volverlos a rescatar dentro de un año.