Siempre fui buen estudiante y solo una vez tuve que repetir asignatura en septiembre.

Aquel verano se me antojó largo y muy pesado, tal vez porque cada tarde tenía que acudir al domicilio de don Ventura Mariño para pasar parte de ella encerrado en una pequeña habitación que compartía con el amigo Tolete, recluidos ambos también por idéntica razón: suspendidos en Química.

Allí aprendimos a formular para aprobar en la repesca.

Si tuviera que presentarme a cualquier examen ahora creo que tendría que repetir muchas asignaturas o no aceptaría presentarme ante ningún tribunal.

Septiembre es quizás el mes más cargado de nostalgias y de melancolías. Atrás dejamos el verano y sus vacaciones. Dijimos adiós a los amigos y nos despedimos de playas y de montes con la mirada puesta en la última ola, en el último ocaso, o en el último vaso de sangría.

Volver a la rutina, al sacrificio del trabajo, a lo de siempre: los partidos de liga, las tediosas series de la tele, el tumbarse sobre el sofá soñando con otras noches vividas al límite o destrozadas al ritmo de bachata. Todo eso como ritual que se repite cada año.

A lo que hay que añadir el tedio que resulta del no, no y no y de unos políticos mediocres que miran a su ombligo mientras se doran al sol sin pensar que hay que comer mañana. Una clase política compuesta de subalternos, de monosabios a la que los españoles seguimos pagando sus sueldos para hacer el paripé y el don Tancredo sin capacidad de movimientos ni de tener criterio propio, solo aquel que marca el jefe del partido; el diestro que desde el burladero pide a su cuadrilla que le pongan al toro en suerte tras unos capotazos.

Y hasta se ha inventado el síndrome posvacacional para definir un estado de malestar corporal que genera el retorno al trabajo, un proceso de adaptarse al volver a la vida activa tras el mucho holgar.

Ya quisieran padecerlo todos esos parados de larga duración en cuyas pieles el sol no ha dejado la marca morena de horas de playa. Ya lo quisieran padecer, los curritos que han tenido que seguir trabajando para nosotros poder disfrutar de una caña bien tirada o una paella en su punto. Ya lo quisieran padecer los enfermos crónicos, los enfermos menos crónicos y cuantos pasean su dolor por los ambulatorios.

Es un diezmo que hay que pagar, el peaje a tantos días de no hacer nada, de descansar sobre las tumbonas, de marchas y excursiones.

Uno pasa por la calle y ve la mano extendida del que pide limosna, no para pagar al vendedor de sueños, sino para poder comer ese día. A nadie se le ocurre acercarse a él y preguntar si sufre trauma o síndrome posvacacional. Pero habríamos de tener valor para hacerlo y ver qué respuesta nos da su mirada de perro vagabundo.

Dicen que fue lord Byron quien escribió aquello de que: "Cuanto más conozco a los hombres más aprecio a mi perro". Esa frase tan manida también se la atribuyó a Hitler, a Alejandro Magno y a Diógenes. Aquel, el déspota, el canalla, por ir siempre acompañado de su pastor alemán, al siguiente, al conquistador del mundo, por tener 123 canes y al filósofo, por dejarse acompañar siempre de un viejo y flaco chucho que le seguía allá donde iba y lamía sus llagas.

Me quedo con otra frase del poeta: "Solo salgo para renovar la necesidad de estar solo".

¡Cuántos darían por ver de nuevo la cara amarga de un jefe que apenas pregunta cómo han ido las vacaciones a las que él ha contribuido pagando los salarios!

El verano se nos acaba y ya solo nos queda el sol del membrillo. Ese sol que se hace luz en los pinceles de Antonio López o en las pieles cetrinas de los niños revolcándose en la arena en las playas valencianas de un Sorolla, el mejor pintor que nos ha dado España.

Pero en Benavente, septiembre nos daba otra segunda oportunidad con la llegada de sus ferias y fiestas. Siempre diré que fue absurdo el cambio de fechas o el hacerlas desaparecer de nuestro calendario. Ahora se han disuelto en días de agosto sin entusiasmo y sin atractivo.

Se perdió el bullicio de aquellos días, de verbenas, de farolillos de espectáculos taurinos, de bailes y de concursos. Cuando las grandes compañías de las mejores vedettes llenaban el teatro o el gran circo instalaba su carpa en las Eras de San Antón. Cuando podíamos ver pedalear a Cagancho o a los hermanos Barrientos en las carreras ciclistas o las tardes de concursos hípicos y tiradas de pichón. Cuando se repartían las avellanas por eso de los perdones o los hermanos Girón alternaban en la desaparecida plaza de toros.

Paseo por Toro o Tordesillas, las terrazas ocupadas, los restaurantes con el cartel de no hay billetes y las parroquias, los palacios, los conventos, en constante visita turística. Entonces me digo, ¡qué pena de un Benavente anodino exento de atractivo, nada para visitar porque todo está cerrado o ha desaparecido! Hasta para comer unas buenas ancas de rana o un buen bacalao teneos que desplazarnos a La Bañeza o a Valderas.

Me da que este pueblo vive en un constante síndrome postvacacional del que no le va a sacar ni Dios.