Hoy, como cada mañana, me he asomado al balcón de la Mota, no solo para respirar el aire puro, sino para ver cómo van creciendo los verdes y van desapareciendo o transformándose los grises. Pero de repente, el sol desaparece y llega la nieve. Una nieve que solo amaga para desvanecerse o convertirse en agua.

No nos debería extrañar porque estamos en su tiempo. Pero ya no sentimos el frío en los pies, ni se nos congelan las manos, ni se nos deforman los dedos atacados por los sabañones.

Nos acondicionamos para evitar todo eso. Y creemos que el invierno pasa de largo y cuando la temperatura se desploma hablamos de mal tiempo.

A la naturaleza la hemos vuelto loca y no debemos extrañarnos de su comportamiento.

Y llegan los más mayores y nos dicen: aquellas sí que eran nevadas? Yo solo recuerdo una y creo que debió de ser en el año 56. por este mes o principios de marzo. Sesenta centímetros de nieve en la calle de la Rúa. La carretera Madrid-Coruña cortada por médanos blancos de hasta tres metros y por los que nos deslizábamos sobre las doblas de cuba, a modo de esquíes, previamente embadurnadas con jabón.

Es cierto que en Benavente apenas nieva y cuando lo hace es de forma tan suave que solo los noctámbulos o los madrugadores pueden disfrutar brevemente de ella.

Lo grave de todo esto era que, sin haber nevado en veinte kilómetros a la redonda, éramos víctimas de los deshielos. Los ríos descontrolados aumentaban su caudal hasta cegar los ojos de los puentes arrasando a su paso todo obstáculo, todo impedimento, toda incomodidad. Si miedo daba contemplar el ímpetu de las aguas, más, el ruido de su furia. Familias enteras desalojadas en Santa Cristina y evacuadas al hospital o a los domicilios particulares de aquí.

Las huertas anegadas, cubiertas, desaparecidas, bajo las riadas que llegaban al pie mismo de la estación de ferrocarril o el Esla, inundado el campo de Gándara.

Pero si esas avenidas eran trágicas, más lo era y lo es el caminar por estas calles peligrosas, expuestas a las caídas y los resbalones cuando caen cuatro gotas de lluvia o de nieve. Baldosas en constante movimiento remendadas aquí y allá, expuestas a los tropiezos y a los traspiés. Teclas de un piano desafinado a las que le imprimimos la melodía de nuestra mala y fatal pisada.

Entonces, todo lo que tiene de encanto la lluvia o la nieve se transforma en advertencia peligrosa. Ya no es la postal idílica, el paisaje tierno que nos trae recuerdos infantiles, es la realidad cruel. Pero una realidad que observamos desde el interior de nuestros domicilios confortables, con la calefacción detrás de nosotros y con el pijama o el chándal por toda ropa.

¿Quién se acuerda de los miles de emigrantes y de refugiados que huyen de los Balcanes? ¿Quién de los niños que diariamente arriban a las playas griegas exhaustos, muertos o sentenciados?

Europa, el mundo, no sabe qué hacer con ellos. Esta tarde al pasear por lo que fuera la azucarera observaba con pena las edificaciones vacías, las ventanas tapiadas y el silencio doloroso que produce el abandono. Y pensaba en ellos, en los que han de sobrevivir bajo la lona de una tienda de campaña adocenados, sin intimidad y sin calor de hogar.

Y nosotros, los de esta sociedad educada para el confort, viendo cómo nieva o cómo llueve tras los cristales.

Ya puede cantar Serrat que tras los cristales llueve y llueve, que ni nos conmueve. Ya puede decir Manzanedo que esta tarde vio llover y a la gente correr. O Adamo advertirnos de que cae la nieve y esta tarde no vendrá. Eso queda bien para una blanca navidad, pero no para la tragedia que se vive día a día. No para conmover a nadie porque hemos ensordecido hasta el alma.

"Pues amarga la verdad quiero echarla de la boca? y si al alma su hiel toca esconderla es necedad" ponía música Paco Ibáñez a la letra de Quevedo.

Duele, claro que duele poner el dedo en la llaga.

Y en esto, llega Francisco a vivir junto a los pobres, a llevarles un mensaje de paz y de esperanza y los indígenas le cantan en diez lenguas diferentes y le obsequian con lo mejor que pueden hacer y saben hacer: sus trajes de colores, sus marimbas, sus flautas, sus guitarrones y sus voces limpias. Y no puede contener las lágrimas al escuchar cómo una cría aquejada de cáncer le obsequia con un Ave María que Schubert escribió para estos casos, para estas devociones, para esos gritos de dolor y de angustia.

Y llega una blasfema a escupir sobre la oración que a todos nos enseñaron y se inventa una letra cargada de exabruptos amparada en el derecho de la libertad de expresión alegando que es poesía. Esta estúpida mema debería de haber leído a Bécquer para saber que la poesía no es eso. Empaparse de Claudio, de Hilario Tundidor, de Blas de Otero, de León Felipe, de Neruda o de santa Teresa.

Cuando uno encuentra esos remansos de paz, cuando oímos el rumor de los pájaros y el frescor de una naturaleza impoluta, nos da envidia y sentimos ganas de ascender a las altas cumbres del Yucatán para descubrir un mundo distinto donde los ríos cantan también. Dios inventó o creó algo más bello que los pechos de la Rita.

Pero esto, por desgracia, es el preámbulo de lo que está por llegar.

¡Cuídate de los idus de marzo! le advirtió el vidente a Julio César cuando este caminaba al Senado; a lo que le respondió, según cuenta Plutarco: "Los idus de marzo ya han llegado". Y el vidente sentenció compasivamente: "Sí, pero aún no han acabado".