Quite, el Enmaromado de 2015, llegó al matadero, que no es poca cosa. Festejos decidió acortar de nuevo el recorrido por la calle Agujero, pero Quite llegó hasta el mueco de la puntilla. Casi dos tercios del trayecto tradicional, el bravo de Martín Lorca avanzó en modo cansino, pero llegó al final. Tardó Quite tres minutos menos de la hora y media que desde hace ya tres años se da a los ensogados para cubrir de forma digna el itinerario, pero la gente pudo ver al astado y en algunos puntos incluso su interés se vio saciado, que no es poca cosa.

El cornalón colorado del Castillo de las Guardas que para algunos era una mezcla de vaca boyana sayaguesa y semental texano de rodeo y para otros un lucido ejemplar andaluz de lidia con grandes aunque irregulares defensas, fue de más a menos. Tuvo una salida entre dubitativa y descompuesta que volvió a estar bien gestionada con la maroma pese a los riesgos innecesarios corridos por algunos citadores ocasionales que pusieron a prueba el significado del nombre del morlaco.

A partir de la salida, con casi 30 grados de temperatura a la sombra, Quite estuvo trotón y cómodo para los corredores en las calles Matadero, Cortes Leonesas y en el Pasaje de las Guindas, y encaró la Rúa manteniendo el ritmo sin agobiar a los que iban delante.

Mantuvo también el tipo en Santa María, La Sinoga y la calle de los Carros, donde dio algún susto sin consecuencias, y comenzó a entrar en querencia y a decir nones con treinta minutos de carrera sobre los lomos en el giro hacia la calle Santa Clara. A partir de este punto Quite comenzó a remolonear, a avanzar a tirones y a consumir tiempo de reloj, mientras Festejos ya deliberaba acortar el recorrido, suprimir el último cuatro del itinerario, y hacer lo posible por conducir al animal al matadero si las fuerzas le daban para ello. Quite cumplió e incluso dio algún susto más antes de ser engullido por el callejón del antiguo centro de sacrificio.

Quite no fue Bonarillo, pero como muchos otros toros que llegaron al final, cumplió su cometido: los corredores corrieron, los espectadores lo vieron pasar y el respetable en general pudo comentar: pilló a este o a aquel; tal vez llegue o tal vez no; a mi me gustaba o, a mí nunca me gustó. Lejos quedan los tiempos en que los benaventanos bajaban al río toros de dudoso encaste, cuando no avisados o defectuosos, para refrescarlos y luego los daban varias vueltas más por el callejero del pueblo. Luego, muerto el toro se acabó la fiesta. Entonces no había viales de adoquín ni asfalto, ni maromas de última generación, ni tanto público, y las zapatillas eran de esparto, con la aerodinámica justa para usarlas una carrera. La intención era divertirse y en eso sigue consistiendo la esencia de esta fiesta de siglos en torno a un toro que, cada año, cuando comienzan a sonar las bombas con las calles atestadas de gente, inquieta el corazón de los niños, torna jindamosos a algunos y bravucones a otros tantos para disfrute de la mayoría.