Un entorno geográfico ameno y atractivo viene a ser la esencia más peculiar de Villaferrueña. En una disposición casi perfecta, su casco urbano reposa, manso y quieto, a los pies de la sierra de Carpurias, junto a uno de los múltiples recodos trazados por el río Eria. Las casas se apiñan formando un núcleo compacto, distribuidas en calles que además de ocupar la zona llana ribereña ascienden por suave cuesta. La naturaleza se presenta generosa. Junto al lecho fluvial prosperan sotos tupidos, abriéndose la vega aguas abajo para originar una planicie amplia y fecunda, fundida en un todo común con la más extensa regada por el río Órbigo.

Seducidos por las crestas montañosas de Carpurias, tan inmediatas, proponemos subir hasta ellas, incluyéndolas en un agradable y variado itinerario por el término local. Para ello salimos del propio pueblo por la antigua carretera de Benavente. Aprovechamos su arcén porque las sendas que pudieran tomarse como alternativa resultan incómodas y laberínticas. Tras algunos centenares de metros topamos con el empalme de la variante moderna que evita el cruce del tráfico por el medio de la población. De ahí aún debemos seguir de frente, tomando ahora el ramal que enlaza con Brime de Urz. El terreno que atravesamos se presenta áspero y fragoso, yermo, aunque antaño, al menos en ciertos retazos, debió de sembrase. Bien pronto penetramos en espacios forestales. Por ellos hemos de caminar atentos, pues tenemos que desviarnos a la derecha por la primera pista que parte hacia esa mano. Nos arropa una pujante masa boscosa, constituida, en un lateral, por un espeso encinar autóctono y, en el otro, por un pinar de repoblación bien desarrollado.

Enseguida se inicia la cuesta, cada vez más empinada y agreste. Avanzamos por trochas sombrías y disimuladas, ajenos a cualquier motivo que no sea el cerco arbóreo inmediato. Topamos con un cruce y en él hemos de seguir de frente. Allí la vereda que llevamos conecta con un cortafuegos marcado directamente repecho arriba. Aprovechamos esa franja desbrozada para ascender fatigosamente por ella hasta coronar la montaña. A media ladera, rompiendo la uniformidad del pinedo, aún resiste un vetusto castañar. Aquí y allá asoman también algunos robles. El desnivel es muy fuerte, lo cual, unido a la irregularidad de los suelos, tornan la subida en arduo esfuerzo. Como recompensa, según ganamos altura, las panorámicas se van liberando de la opresión vegetal inferior, hasta abrirse totalmente, adquiriendo una impresionante desmesura.

Terminado el ascenso, los numerosos eólicos allí instalados adquieren un gran protagonismo. Aunque los habíamos divisado desde lejos, ahora se presentan en toda su magnitud. Contamos más de treinta, los cuales constituyen el llamado Parque de las Labradas. Por una de las pistas que los enlaza vamos continuar nuestra marcha hacia el oeste. Todas y cada una de las explanaciones sobre las que se fijan sus mástiles sirven de oportuno mirador para otear la tremenda grandeza orográfica del entorno. Aún así la posición más ventajosa es la señalada por un vértice geodésico que marca cotas de 971 metros, las más altas del entorno. Comprobamos que hemos ascendido más de 200 metros desde el propio pueblo. Apoyados en ese hito conviene dedicar un largo tiempo a la apreciación del paisaje. Son numerosas las localidades que se divisan, con el propio Villaferrueña casi a los pies, definido por sus dos puentes y un largo y brillante tramo del río. Más allá identificamos Santa María de la Vega, Coomonte, Maire, Fresno de la Polvorosa, Pobladura, La Torre del Valle… La ciudad de Benavente, aunque lejana, viene a ser referencia ineludible. Por el norte queda bien marcado el surco por el que desciende el río Eria, con Arrabalde y Alcubilla como poblaciones más próximas. Siguen vastas extensiones de las tierras leonesas, con los horizontes acotados muy allá, en las cumbres nevadas de la Cordillera Cantábrica. El jalón más distante que reconocemos se yergue en los confines con la provincia de Palencia. Es el Espigüete, pico agudo y regular, ejemplo de la montaña perfecta. Por otros lados emergen el Teleno y el Vizcodillo, éste más hacia occidente. En el inmediato mediodía tiéndense ásperos parajes de pedrizas y serrijones, que terminan en el Valle de Vidriales. Después se abre la inmensidad, difuminándose sus detalles en una ambigua y nebulosa lontananza.

Se marca a la perfección el eje de la sierra. Uno de los montes contiguos es el de Las Labradas, acrópolis que sentimos heroica, solar del extenso y fortificado castro de ese nombre, refugio de los astures arrasado por los romanos. Algo más cerca se eleva el Marrón, cuesto que también contó en su cúspide con una atalaya o baluarte defensivo. Hacia la otra mano, tras una amplia escotadura, la cadena continúa con la Sierra de Verdenosa, última estribación orográfica por esa parte.

Ante la realidad que nos rodea, dos actitudes dispares podemos adoptar. Una de ellas incita a la valoración del poderío humano, fascinados por las numerosas torretas eólicas, cuyas aspas descomunales giran sin cesar. La sensación de arrogancia y firmeza que emanan se siente como la superación de un tremendo desafío. La otra postura consiste en dar la espalda a esos artilugios, para extasiarse con la magnitud inusitada de la naturaleza que se abarca. Encarados a la tremenda grandiosidad orogénica, palpamos la realidad de nuestra propia insignificancia. Parece como si sintiéramos el cuerpo y el alma más livianos. Ansiamos flotar. Hermosa ilusión la de despegarnos del suelo tiránico para aproximarnos a la etérea Divinidad.

Cuesta abandonar el paraje. Hay que realizar un lacerante esfuerzo para reanudar la marcha. La pista por la que seguimos traza una amplia curva para descender hasta la estación receptora del parque eléctrico. Una placa señala que fue inaugurada por el consejero Vallvé en el año 2002. A sus orillas arranca una senda que ataja hacia un cortafuegos bien visible, similar al que nos sirvió para ascender. Con precaución debido al fuerte desnivel, bajamos por esa banda terrosa, a orillas de otro extenso pinar. Alcanzamos los confines del término local, e incluso penetramos en terrenos dependientes del vecino Arrabalde. Nos precipitamos directos hasta una importante granja formada por cinco naves alineadas. Junto a ella sale un camino hacia la derecha que es el que a partir de ahora vamos a tomar.

Desde aquí avanzamos en paralelo al lecho del río Eria, en un principio sin divisar su cauce, aunque sintiendo el murmullo de sus aguas. Intrigados por un más fuerte chapoteo pasamos campo a través hasta el lugar de donde procede ese fragor. Descubrimos un largo azud desde el que saltan rumorosas las corrientes. Viene a ser una barrera tradicional de poca altura tendida en oblicuo para desviar hacia un caño los caudales precisos para el riego de las fincas contiguas y accionar las ruedas de uno de los molinos locales.

Al no ser posible avanzar por las propias márgenes regresamos al camino anterior para continuar la ruta. Marchamos ahora por una zona sombría, la de la vertiente norte de la propia sierra. Resultan bravíos y solitarios estos parajes. A un lado quedan los sotos ribereños poblados de alisos y chopos, además de un espeso sotobosque. Al otro, cuesta arriba, se extiende el dilatado y frondoso pinar. El río dibuja por aquí un amplio meandro. En un largo trecho se forma un remanso oscuro y silencioso, generándose una relajante calma. Pese a la proximidad, el reflejo de las aguas es sólo intermitente, dada la espesura vegetal. Tras largo recorrido, la vereda que seguimos remonta ladera arriba para desembocar a zonas más despejadas, pobladas de hierbajos recios y cortantes, llamados juncas en el pueblo.

En el primer empalme que alcanzamos torcemos a la izquierda y a la otra mano más allá. Al fin accedemos al sitio en el que se sitúa el cementerio local. Desde su puerta seguimos ahora por la pista que le sirve de acceso principal. Pasamos primero la carretera nueva y enlazamos después con la primitiva para llegar, al fin, al punto de donde partimos.

Como complemento del trayecto nos queda ahora conocer con cierto detalle la propia localidad. Uno de sus enclaves más gratos es el puente por el que accedemos. Es un paso funcional, un tanto angosto, creado con cemento hace bastantes décadas, en una época en la que los recursos consentían pocos alardes. La obra en sí no destaca por su estructura, sino por las ventajosas panorámicas que se dominan del propio lecho fluvial. De habitual el río se muestra manso y bucólico. Sus caudales merman en los veranos hasta perder su escorrentía, pero en épocas de lluvias abundantes provocan tremendas inundaciones. Históricamente, aluviones desbocados anegaron gran parte de las casas en numerosas ocasiones. Nos señalan que por ello la zona baja de sus muros se construyó con piedra, completándose lo demás con tapial. Así resistían con ventaja los envites de las riadas.

La iglesia local se emplaza en un grato rincón. A una de sus orillas se tienden diversos huertos y, creemos recordar, el viejo camposanto ya amortizado. Prosperan por allí algunos árboles, entre los que destacan un cedro y lustrosos laureles. Como inconfundible señuelo, el campanario emerge poderoso, taladrado por tres ventanales y rematado en ángulo penetrante. El resto del edificio muestra una ascética sobriedad. Se construyó con una mampostería rojiza, regularizada con anchas llagas de mortero. En la inscripción de una de sus ventanas leemos la fecha de 1855 que ha de coincidir con obras importantes, de las que aclaran, se hicieron de limosna. De las piezas de arte guardadas en su interior destaca el retablo principal, amplio y bien trazado, para el que se siguieron diseños de estilo rococó. Tras una restauración moderna ha recuperado el equilibrio que había perdido a lo largo de los siglos.

Del resto del pueblo hemos de saber que funcionaron varios molinos. Al menos dos de ellos estaban ubicados entre las casas, llegándo las corrientes a través de largos caces. Como final, río abajo se halla el pago de Rincón del Soto, en el cual, entre otros muchos árboles, perduran fresnos de troncos gruesos y retorcidos, sin duda centenarios.