Decía Unamuno, de cuya muerte se cumplen esta Nochevieja 85 años, que “Deberíamos tratar de ser los padres de nuestro futuro en lugar de los descendientes de nuestro pasado”. Toda una lección de regeneracionismo condensada en unas pocas palabras que invitan a una reflexión profunda. Esa costumbre de aferrarse al cortoplacismo más obtuso tiende a enquistarse, sobre todo, cuando se dan tiempos tan adversos como estos, marcados por un presente dominado por una pandemia que parece eterna, con sus dramáticas consecuencias en dolor, muerte y destrucción de puestos de trabajo. Sin embargo, descuidar la buena sementera de lo bueno que, con toda seguridad, tendrá que llegar, supone la renuncia, de facto, al compromiso para la construcción de un futuro digno de las generaciones que nos sucedan.

Por el contrario, anclarnos en el pasado sin extraer del mismo ninguna enseñanza sobre la que avanzar, nos conduce a repetir errores, a la discusión estéril en lugar de al enriquecedor debate, al antagonismo, la polarización, la crispación y a la más pura irracionalidad sobre la que cabalgan los jinetes del Apocalipsis que los más agoreros citan para ilustrar estos dos interminables años de pandemia.

La Humanidad ha hecho frente, en muchas ocasiones, a crisis muy parecidas a la que vivimos. Si tienen oportunidad, lean el “Diario del año de la peste”, de Daniel Defoe, el autor, también, de “Robinson Crusoe”. El británico describe con maestría de novelista y con datos ciertos recabados en distintas fuentes, en un ejercicio de periodismo paralelo, la desolación de Londres durante el brote de peste de 1720. Resulta asombroso comprobar la repetición de patrones de conducta, la evolución y las consecuencias de una pandemia de trescientos años atrás.

Las restricciones y cuarentenas, durante las que bajaba la incidencia, a las que sucedían salidas y reuniones multitudinarias, comportamientos incívicos que generaban otra nueva ola de contagios con miles de muertos, la paralización de la economía con la destrucción de puestos de trabajo… ¿Les suena la historia? Sí, la historia, esa de la que tanto se habla pero que desconocemos y, mucho menos, de la que aprendemos. Por eso somos descendientes del pasado, esclavos de errores que, no por repetidos, se reconocen como tales.

Convertirnos en padres de nuestro futuro es, sin duda, una misión mucho más difícil, porque exige compromiso, diálogo, cooperación, voluntad de acuerdo, un empeño común en el que caben las discrepancias, pero nunca el insulto ni el desprecio a lo que se desconoce por pura ignorancia, solo achacable a esa ausencia de capacidad de entendimiento, de escuchar al otro, en definitiva. Pero, visto que a nada nos ha conducido la teoría del desencuentro que a diario ensayan “los radicales del no”, es decir, los que se oponen a cualquier viso de encuentro y que únicamente dan validez a sus propias ideas, bien podríamos aplicarnos el dicho unamuniano a los años que nos quedan. Años en los que reconocer como bien preciado la educación, en los que procurar la inversión necesaria en investigación, en recursos sociosanitarios. Años en los que construir un mundo más compasivo, más responsable, más feliz.

“La calamidad volvió a reconciliarlos a todos”, escribe Dafoe. Una conclusión que tiene más de ficción que de realidad. Como ocurre en estos días. Pero, como padres del futuro, tenemos la capacidad de modificarlo, porque ningún destino está escrito como una condena inevitable de la mitología griega.

Contrariamente a lo que invita el rosario de desgracias que componen el contenido de la información diaria, son estos tiempos los que más necesitan la fuerza inquebrantable del optimismo. Recibiremos el 2022 con temor, porque justo hace doce meses brindábamos por la llegada de las vacunas como el fin de este periodo aciago. Pero enfoquemos bien el objetivo. Recibiremos el nuevo año vacunados, lo que rebaja considerablemente el riesgo de sufrir complicaciones graves o morir a causa del COVID. Lo recibiremos con test de antígenos, quien los haya podido comprar y pagar, con mascarillas, con más distancia y menos abrazos de los que nos hubiera gustado dar, pero el 2022 llegará, inevitablemente. Y será el primero de los años que aún nos quedan por vivir.