La historia del Cuartel Viriato parece escrita adrede para la misma ciudad que tuvo que sufrir agravios durante el Cerco o se rebeló contra la nobleza en el Motín de la Trucha. Para la tercera cita, el asalto ciudadano el 30 de mayo de 1990, se contó con la prensa como testigo y notario. No hubo una causa única desencadenante. Varios factores de intereses divergentes, incluso opuestos, acabaron por cristalizar en un movimiento único, en la encarnación temporal de la utopía en un espacio que, de plaza fuerte, pasó a convertirse en plaza mayor, en un monumental concejo abierto.

Uno de ellos, la creación de una coordinadora ciudadana, varios meses antes, que inicialmente tenía un objetivo modesto: la plaga de termitas en el instituto Claudio Moyano obligó al peregrinar de los alumnos en busca de nuevo acomodo. Las instalaciones del cuartel Viriato, muy cercanas al instituto, se habían quedado vacías desde que en 1987 el Regimiento Toledo 35 saliera de la ciudad tras más de 70 años de permanencia. En el transcurso de ese debate continuo en el seno de la plataforma acaba por plantearse la idoneidad del cuartel como campus, dada la precariedad absoluta de las instalaciones universitarias en la capital y con el Colegio Universitario, donde se impartía el primer ciclo de Geografía e Historia, condenado a la desaparición.

La marcha del Regimiento había supuesto un duro revés económico para una provincia precaria en recursos que veía acumular otros signos de declive como el cierre de la línea férrea de la Vía de la Plata en 1985. El que fuera presidente de la patronal CEOE Cepyme, Francisco Abollo, cifraba en 1.500 millones de pesetas al año, de los de aquella época, lo que el avituallamiento y servicios contratados por el Ejército dejaban como valor añadido en la provincia. El cuartel se había vaciado y los empresarios pensaban que un colectivo que generara una riqueza semejante podría ser el de los estudiantes de un nuevo campus que aglutinara tanto las escasas titulaciones existentes en aquellas fechas como otras de nueva creación. Pero el Ministerio de Defensa, dirigido en esos años por el socialista Narcís Serra, ponía precio a aquella operación El exsenador por el PSOE, Andrés Luis Calvo, mantiene que ya durante su primer mandato como alcalde (1983-1987) hubo contactos con el Ministerio, también por entonces bajo Gobierno socialista, y ratifica las razones argumentadas por la Administración central: «Existe una Ley aprobada en el Parlamento por todos los grupos en 1984, que impide la cesión gratuita de cualquier bien de Defensa a instituciones o a particulares». El exparlamentario aseguraba que la cesión no cabía, ni siquiera en el caso de que las instalaciones militares se hayan levantado sobre suelo de antigua titularidad municipal. Porque ese, en parte, era el caso de Zamora.

El coordinador de IU, el fallecido Gabriel Guijosa, investigó en el Registro de la Propiedad y difundió públicamente que la cesión de una parcela de 40.000 metros cuadrados comprados por el Ayuntamiento y realizada en 1911 al Ministerio de la Guerra, tenía fecha de caducidad: el convenio firmado contemplaba la reversión de los terrenos si cesaba el fin para el que habían sido objeto de acuerdo entre ambas partes.

La idea que calaba entre la ciudadanía es que el Estado, que se mostraba cicatero para las reivindicaciones históricas de Zamora pretendía cobrar a la ciudad por algo que era suyo sobre todo, de creciente indignación, tuvo mucho que ver la línea editorial defendida aquellos días por EL CORREO DE ZAMORA, más que comprometida con las movilizaciones ciudadanas, incluso antes de que fueran anunciadas.

Los encendidos artículos de opinión, colaboraciones y los propios editoriales no dejaban lugar a duda sobre el posicionamiento del diario cuyo redactor jefe era entonces el también desaparecido Vicente Díez. Se hacía causa común con la reivindicación, se la alentaba y se desafiaba abiertamente al Gobierno central sin medida y sin temor a consecuencias legales. Toda una operación mediática que, de paso, servía para cosechar un espectacular aumento de las ventas.

Antolín Martín, el alcalde del PP que saltó la verja inaugurando 29 días de ocupación pacífica, había sucedido a Andrés Luis Calvo en el Ayuntamiento en 1987. En 1990 quedaba tan solo un año para las elecciones y su gestión presentaba un escaso bagaje: ninguna obra señera y una contención férrea del gasto por culpa de una mala situación económica de la institución que, según sus propias declaraciones de la época, impedían cualquier pacto con Defensa.

Porque Antolín Martín, fallecido el pasado año, había mantenido también negociaciones con el Ministerio e incluso había llegado, en julio de 1989, a supuestos acuerdos que incluían la cesión de una parte y la recalificación de otros terrenos dentro de las mismas instalaciones (además de lo cedido, el Ministerio había comprado más parcelas a particulares después de la Guerra Civil). Ese arreglo nunca se llevó a la práctica y ya el 12 de mayo de 1990 el Ministerio comunica sus condiciones finales: pide a cambio 860 millones de pesetas y la cesión del edificio de la escuela de Magisterio.

El 30 de mayo Narcís Serra cumplía años, pero el regalo que le esperaba en Zamora no era, sin duda, el que hubiera querido aquel ministro melómano, «un edil con acceso al poder por vía de rica autonomía» que «ni siquiera hizo la mili», como le retrataba el editorial del 2 de junio de 1990 de EL CORREO DE ZAMORA. Ese día la coordinadora había convocado una «cadena humana» alrededor de los muros de las instalaciones militares como acto de protesta.

Nadie hablaba de asalto, pero no era la primera vez que la idea se había planteado en voz alta. «Alguien llegó a proponerlo en una de las reuniones de la coordinadora el mes anterior, pero se desechó porque no estábamos seguros de contar con suficiente respaldo ciudadano», recordaba, Francisco Molina, dirigente en la época de IU, años más tarde en otro reportaje para LA OPINIÓN-EL CORREO. Tampoco hasta entonces se les había prestado gran atención desde las instituciones: «Uno de los concejales del Grupo Libre (escindido del CDS), Eloy González Corro, había acudido a la Alcaldía en busca de financiación para la coordinadora, pero Antolín nos la negó, dijo que aquello era un "invento de IU"». Por entonces, el alcalde estaba muy lejos de imaginar que un día no solo compartiría, literalmente, mesa y mantel con los del invento, sino que serían su sostén psicológico durante el encierro.

El pleno del Ayuntamiento se había adherido a la convocatoria y, a las ocho de la tarde, frente al Cuartel, no faltaba nadie: miembros de la coordinadora, todos los partidos políticos sin excepción (también el PSOE), todos los sindicatos, artistas, intelectuales y, sobre todo, los ciudadanos a título particular, familias enteras, más de 5.000 personas de distintas generaciones para hacer causa común alrededor de los muros de piedra de la sede militar. «Yo estaba leyendo el manifiesto y en aquel momento alguien me dijo: "Oye, que estos están saltando"», relató, con ocasión del décimoquinto aniversario de aquella toma el que fuera coordinador de la plataforma ciudadana, recientemente fallecido, Ángel Bariego. «Estos» eran, fundamentalmente, Antolín Martín, algunos de sus colaboradores directos y otros concejales del PP, uno de ellos, José Manuel Peñalosa, también presidente provincial del PP: «Por parte del PP no hubo ninguna decisión formal, se limitó a estar presente en una reivindicación mayoritaria entre la ciudadanía. Yo creo que el asalto fue espontáneo».

No todos opinan así. Algunos de los que estuvieron las horas previas muy cerca del exalcalde, creen que saltar la verja fue un acto medido y planificado, aunque no por el partido, sino por el propio entorno de asesores de Antolín Martín, conocedores profundos del efecto propagandístico que semejante acto podía reportar para un político necesitado de un baño de multitudes, de una imagen que diera la vuelta al país entero de la que obtener un rédito electoral. «En un momento dado, Antolín dice, "de aquí no nos movemos hasta que no lo consigamos"», rememora Francisco Molina. Para entonces, miles de personas están saltando la valla por distintos puntos, se abrieron las puertas que daban acceso a los jardines y una multitud en tono festivo y, lo más importante, con un comportamiento impecable, atraviesa las instalaciones hasta el patio de armas.

La decisión del alcalde dejó descolocados a los propios convocantes del acto. Los miembros de la coordinadora improvisaron allí mismo una asamblea en la que debatieron qué hacer: «Llegamos rápido a la conclusión de que no podíamos consentir que el PP robase el protagonismo de la situación», afirmaba Ángel Bariego. Comenzó así todo un experimento sociológico que duraría casi un mes. «Surgió una conciencia colectiva que no se había conocido hasta entonces en Zamora, una sociedad plenamente participativa. Allí estábamos todos: los empresarios, los pequeños comerciantes, hosteleros, sindicatos agrarios y obreros, la intelectualidad, la gente de los barrios€ Con el ingrediente peliculero de un alcalde de derechas que asalta un cuartel militar». La presencia del cargo político, de paso, era la garantía perfecta para el resto de los ocupantes de que el gobernador civil, Ángel Gavilán, nunca ordenaría un desalojo por la fuerza que solo conseguiría aumentar la popularidad del "asaltante". Hubo algún intento disuasorio, como un corte de luz por orden gubernamental que «se solventó rápidamente, no me acuerdo bien, puede que hasta se enganchara directamente del alumbrado público», contaba, tiempo después el que fuera portavoz de la coordinadora.

Una vez dentro, y a pesar de que durante semanas ocuparía las primeras páginas de la prensa nacional y que las publicaciones más señeras recogerían continuas entrevistas, declaraciones y fotografías (incluida la de la célebre ducha mañanera del alcalde en el patio del cuartel), Antolín Martín jamás ejerció de líder. Trasladó al recinto su despacho, ocupando la sala de armas, pero el respaldo de su partido nunca se hizo demasiado evidente. «Esa misma noche, cuando ya decidimos quedarnos, algunos de nosotros fuimos a casa a por comida y por colchonetas. Antolín estaba por allí dando vueltas, solo, nosotros no hacíamos más que invitarle a compartir la comida, pero decía que no tenía hambre». Las reticencias que describía en el citado reportaje de LA OPINIÓN-EL CORREO el que fuera secretario provincial de CC OO, José Herrera, durarían poco: En aquellos días «se celebró el cumpleaños de un compañero del PCE. Trajeron una tarta decorada con una hoz y un martillo», que degustó el representante del PP sin que la simbología política le alterara lo más mínimo la digestión.

La anécdota sirve para ilustrar otro proceso paralelo que se produce durante la estancia en el cuartel: esa cohabitación accidental sirvió para otorgar la mayoría de edad a una sociedad que, en plena democracia, seguía sin superar tabúes arrastrados desde antes de la Transición.

El respaldo unánime de los ciudadanos superó cualquier identificación ideológica con lo que sucedía dentro del cuartel. Los lugares comunes de paseo se trasladaron a aquel lado de la ciudad y la participación en cuantas actividades se desarrollaron fue masiva, al igual que la respuesta a nuevas movilizaciones. La cadena se había puesto en movimiento, y en aquellos días de euforia vividos en la primavera del 90, parecía imparable: los zamoranos, por una vez, protestaban en lugar de emigrar.

Siempre había zamoranos en el cuartel, aunque apenas llegaban a una veintena los que pasaban allí la noche. Y quienes lo hacían, lo tomaron como si fuera su casa, en el mejor sentido de la palabra: «desde por la mañana, se barrían patios y dependencias, se limpiaron las habitaciones donde dormíamos y hasta arreglamos cañerías que estaban estropeadas para tener agua corriente. Y era duro tener que levantarse cada día para ir a trabajar después de pasar la noche en aquellas colchonetas», explicaba José Herrera.

Cada atardecer se celebraba una asamblea a la que se sumaban, espontáneamente, los particulares. «Al principio aquello era un desastre, la mayoría no estaba acostumbrada a escuchar. Pero al cabo de unos días, se pedía la palabra, se escuchaba respetuosamente a todo el mundo. Era gente muy variopinta, que estaban allí como ciudadanos, que pensaban que Zamora no podía seguir así y que acudían a dar la cara por su tierra». Bariego abundaba en esta idea: «Eran debates muy sinceros, allí nadie se andaba con paños calientes. El cuartel era una Plaza Mayor a la que venía la gente a tertuliar sobre las cosas públicas. Hasta mi portavocía era singular, porque siempre hablaba respaldado por otras personas. Ha sido la experiencia más ácrata, utópica, romántica y poética que he vivido. Los zamoranos habíamos dejado de darnos cabezazos contra el muro de las lamentaciones».

La sociedad zamorana en conjunto, a la que se acusaba siempre de dormir una «eterna siesta», parecía querer hacerse con las riendas de su propio destino sin que nadie se rasgara las vestiduras por aquella súbita pérdida de protagonismos. Toda actividad social y cultural tendría, a partir de entonces, el cuartel como única sede.

Mientras la noticia daba la vuelta al país en las primeras planas de periódicos y revistas de tirada nacional, el Ministerio de Defensa guardaba silencio. La enorme popularidad de la «gesta» llevó a la coordinadora a lanzar un nuevo pulso: para el 6 de junio se convocó una huelga general, que en realidad era un cierre patronal. Ángel Bariego relató a este periódico desde la perspectiva de los años transcurridos que «estuvimos discutiendo en el altar del patio de armas. Nosotros (la coordinadora) nos conformábamos con media tarde de paro. Pero el propio presidente de la CEOE-Cepyme dijo que si era necesario, se hacía una huelga de 24 horas».

Ese sentido unitario había calado entre el propio empresariado: los hosteleros se turnaban para llevar víveres cada día a los encerrados y no hubo una sola voz en contra de la convocatoria del paro general que, al final, tuvo lugar a partir de las seis de la tarde. A esa hora, en punto, se produjo uno de los documentos sonoros más impresionantes de esta intrahistoria: los cierres de todos los comercios fueron cayendo uno a uno, sin excepción y, desde todas las calles, se acudía al lugar de la cita. Hasta 25.000 personas se reunieron en una manifestación que hasta ahora no ha sido igualada en toda la historia de Zamora. A ese día corresponde la famosa frase acuñada por Bariego: «Nos quieren quitar todo: nos quitan los trenes, las carreteras, las universidades, pero no pueden quitarnos la dignidad».

Aquella jornada marcó el clímax del encierro en cuanto a respaldo popular. La vía política se mantenía abierta por otros cauces. La cafetería Venecia, en las cercanías del cuartel, se convirtió en la sede negociadora entre los encerrados y los representantes del PSOE. El senador Andrés Luis Calvo mantuvo, durante ese tiempo, la línea abierta con Defensa y a las conversaciones con los ocupantes acudía puntualmente el entonces secretario provincial socialista, Francisco Villaverde, quien mantuvo que «nunca tuvimos presiones» de los órganos superiores de su partido o del propio Gobierno, aunque admite que es «razonable pensar» que por parte del Ministerio de Defensa lo que ocurría en Zamora podía sentar un precedente peligroso para otras ciudades que se encontraban en una situación similar de forma que se produjera un «efecto contagio».

De hecho, la toma del cuartel contó con el apoyo unánime de la Federación de Municipios y Provincias y el grupo de IU en el Ayuntamiento de Madrid, durante un pleno, felicitó a Antolín Martín. Políticos de otras provincias como el alcalde de Salamanca, Fernando Fernández de Trocóniz, habían visitado al regidor zamorano durante esos días. Pero hasta que no se abandonó la movilización no hubo presencia en Zamora de un líder destacado: Francisco Álvarez Cascos acudió el 30 de junio, un día después de la salida de los encerrados, excusando su «retraso» por las elecciones andaluzas que habían tenido lugar por las mismas fechas. La actitud de Martín había desconcertado a su propio partido, hasta el punto de que aquellos cargos del PP que acudían de forma ocasional al encierro pedían no solo al alcalde que desistiera de su actitud, sino al propio portavoz de la coordinadora: «Me llamaban aparte para pedirnos que acabáramos con el encierro y que sacáramos de allí a Antolín. Para la derecha era muy difícil de asumir que un alcalde de los suyos hubiera asaltado un cuartel y se mantuviera dentro con "quinquis ideológicos" como nosotros», ironizó Bariego.

«Todos estábamos interesados en que acabara el encierro, porque no era razonable estirar aquella situación, era algo excepcional que debía durar el menor tiempo posible, a pesar de la obcecación demostrada por el Gobierno del PSOE», explicaba José Manuel Peñalosa. El que era el máximo responsable del PP en Zamora insiste en que dentro del partido «no sometimos a debate que Antolín se quedara (en el encierro). Fue algo espectacular y forzó al Ministerio de Defensa, aunque visto ahora, no sé si todos lo hubiéramos hecho. Yo era senador y ayudé a la causa desde mi papel como parlamentario, cada uno hizo lo que tenía que hacer». Hasta el entonces presidente de la Diputación, Luis Cid, llegó a expresar en voz alta que todo lo que quedara al margen de las negociaciones en los despachos estaba condenado al fracaso, a pesar de la euforia desatada en la calle.

El paso de los días también pesaba en los ocupantes de las instalaciones, aunque el entusiasmo todavía se imponía con rotundidad: surgieron iniciativas culturales en las que participaban artesanos y artistas como Luis Quico, Coomonte, Abrantes€ Actividades lúdicas para los más pequeños, exposiciones, actuaciones de grupos de música, teatro€ El patio de armas se había transformado en patio de juegos y estaba más vivo que nunca. La creación de la Escuela de Sabiduría Popular, que dirigió el filósofo Agustín García Calvo y cuyo nombre retomaba la de Antonio Machado, fue otro exponente de esa transformación social que se encarnaba en un cuartel reconvertido en aula didáctica. Por ella pasaron personajes como el sociólogo Amando de Miguel o el periodista José Luis Gutiérrez.

Las clases y conferencias contaban con plena asistencia de personas de toda condición y edad. Ángel Bariego cree que una de las claves de la amplia respuesta ciudadana fue que «implicamos a la provincia. La resonancia mediática animaba también a los habitantes de los pueblos que venían en autobuses». Se pidió la asistencia de los alcaldes del resto de municipios, y «aunque encontramos reticencias, vinieron tanto del PP como del PSOE. El salón de actos se llenó, aunque no consentimos que se politizara en ningún sentido».

El 28 de junio, el Ministerio de Defensa comunicó, mediante un burofax al Gobierno Civil, su disposición a negociar, aceptando la presencia del miembro de la coordinadora que sería el propio Bariego. A cambio, exigía que finalizara de la ocupación. El 29 de junio, el día del patrón de la ciudad, San Pedro, se dio por terminado el encierro. Con la seña bermeja en la que se apelaba, una vez más, a la dignidad de los zamoranos, los encerrados abandonaron las instalaciones militares para dirigirse, en manifestación hacia la Plaza Mayor, donde les recibieron, entre aplausos, los ciudadanos anónimos que aguardaban la lectura del pregón de las fiestas. Para ninguno de los participantes en aquella experiencia, la salida supuso, en modo alguno, perder el pulso que se había planteado al Gobierno: la autoestima permanecía intacta, aunque por delante quedaban cuatro años de duras negociaciones hasta que la reivindicación se convirtió en realidad y los muros de piedra fueron derribados. Lo irrepetible, hasta la fecha, ha sido una movilización tan plural y unánime, que hizo historia fuera de estas fronteras y que abrió la brecha del cambio de cuarteles por aulas.

Un monumento alegórico de Luis Quico rebautizó el asalto al cuartel como «El motín del besugo», para rememorar la gesta que protagonizara Benito Pellitero. Y como en el Medievo, tras la victoria momentánea, el sueño utópico se constató como espejismo.

Al final la iniciativa que salió adelante fue la que había defendido, sin éxito, un año antes, el PSOE: el Ministerio de Educación pagaba a Defensa 500 millones de pesetas y la institución municipal cedía las parcelas de La Villarina. Con el PSOE de nuevo rigiendo la alcaldía, Defensa volvió a enrocarse y costó llegar a la conversión en campus universitario. Cuando se logró el acuerdo con el Gobierno central «la Universidad dijo que no podía empezar las obras porque no tenía dinero. El Ayuntamiento tuvo que solicitar un crédito de 140 millones de pesetas para prestarle a la Universidad y que no se demoraran los trabajos por aquella excusa», señalaba en el periódico el que fuera concejal de Hacienda, Luis Vicente Pastor.

La utopía tocó a su fin y la realidad crematística acabó con aquel «Motín del besugo» que sigue siendo referente histórico en lo que se refiere a movilización ciudadana en Zamora, pero sin continuidad para lamento de la mayoría de sus protagonistas como el llorado Bariego: «Sigo preguntándome por qué esa conciencia colectiva fuerte y esa autoestima social fue un logro que no hemos sabido mantener», inquiría 15 años después.