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Irrumpe, punzante, en medio de la nada, la sombra de una tarde perdida en el calendario. Duele abajo, en el vientre, cuando manan las imágenes de pasillos blancos estirados para que quepan con calzador las puertas de las habitaciones. “Sin ti no soy nada...”. La voz gorda y desbravada de Eva Amaral se ensancha como un mantra. “Tiene que firmarnos aquí para que sí es necesario atemos al interno...”. Y los recuerdos se manchan de cieno, se atrincheran, no quieren salir. ¡Dios, que se vayan...!

Lo vivido duele más cuando hace carne y se enquista, cuando se vuelve a revivir. Como ahora. Otra vez la decisión, la gran decisión. ¿Cuál? La de internar a familiares en residencias de mayores. Duro como casi nada en esta vida. Las emociones se rompen y se pegan con la razón, los recuerdos se rebozan en ortigas y buscan el perdedero para irse sangrando, pero no hay agua que se evapore antes de mojar, y mancha la que llena los huecos del alma, ajados por el tiempo y los malos humores.

Es uno de los traumas-campanario que hombres y mujeres (más estas, por esa injusta carga moral y social que aún soportan) llevamos en la mochila vital. Son días de sentir, de ser esclavos de las emociones, de caer como una flor sin paracaídas sobre la corriente de ese río que fluye boquiabierto y tonto tras la tormenta.

Entras en la casa familiar y todavía huele a ellas. Sillones, esquinas redondeadas con asideros de madera, el paso bajante de la cocina antes abismo casi insalvable, el canto pilón de las almendras..., todo te habla, te pregunta, te acusa... Y no sabes qué contestar. No se va este sentimiento que coge el pecho con las dos manos, y aprieta, y aprieta, muerde.

Ahí están, siempre esperando, ya sin voluntad, llevadas de un lado a otro, desnudas de recuerdos recientes, pegadas a la claridad nebulosa de la niñez. “¡Venga, venga, que hay que andar un poquito...!”. Pasillos que son autopistas sin coches, la albura oscura de los últimos años. En el aire insuflado de asepsia apenas se sostiene la música de C. Tangana: “Tú me dejaste de querer...”. Y la compuerta se abre. Y fluye incontenible la emoción.

Para parar la riada solo nos queda la isla de la razón. A ella hay que agarrarse. Con ovarios. Es la vida.