“¡Cele…, sácame de aquí…!”. Y lo dice con una lengua estropajosa, solo entendible por los íntimos, aquellos que están acostumbrados a interpretar a la segunda las palabras envueltas en saliva pastosa, rebozadas en vaho mental, potentes como clavos ferruginosos , verbos como cuchillos de sílex… “¡Cele, sácame de aquí…!”. Y repite la frase como si fuera una pedrada a las almendras que revienta sobre un ladrillo con un canto rodado en Sanzoles. Y no para: justifica su demanda quejumbrosa y doliente con otra reflexión machacona, casi incomprensible: “Es que aquí me están haciendo mil perrerías…”.

No hay nada más humano que atender enfermos. Más cuando estos son incapaces de comprender que la medicina es una ciencia que sana provocando dolores soportables. A ellos, a las muchas Palmiras que están ingresadas en nuestros hospitales, hay que comprenderlas, intentar que ellas también entiendan que el sufrimiento solo se combate con sufrimiento y que la vida no es más que la habitación blanca de la muerte.

No, no me ha dado un vahído ni me ha sentado mal el mes de mayo. Solo que en vez de escribir de lo que reluce, de la ceremonia de confusión que envuelve Madrid o del rastro infinito de la herida hemofílica que debilita cada día a esta provincia, lo hago de lo que importa de verdad, de la enfermedad, del dolor, de la pérdida del control de la dignidad, trance por el que todos, con más o menos síntomas, vamos a pasar.

Ya sé que no es habitual entre quienes escriben en los periódicos reflexionar sobre lo que ocurre en las plantas menos visibles de nuestros hospitales, visibilizar a quienes las pueblan, esa generación de mayores, recios como la grama, que se agarra a la vida que casi nada le ha dado. Abrir las puertas de las cuartas, de las quintas plantas de los centros sanitarios es poner cara y nombres a quienes solo se han dedicado a trabajar, a parapetarse frente a los males del pasado y del presente y salvar el futuro de sus hijos, de sus nietos, de sus sobrinos.

“¡Cele…, sácame de aquí…!”. Y no puedo contestarle más que con una mentira, una más: “Ma-ña-na”. Como si, de verdad, hubiera un mañana. Por la ventana abierta para que no entre el COVID se cuela el machacón canto de los abejarucos. A tiro de piedra, el Duero lame sus heridas y presume sacando pecho ante un mayo que ya empieza a desteñir los verdes, a descomponerlos antes de la desnudez del verano.