Entre nieblas alborea el solsticio de invierno. Renace la luz de las cenizas otoñales y el borrajo ilumina el nuevo ciclo de mascaradas. Ya están aquí. Las Vísperas de Sanzoles enseñaron ayer las mimbres del Zangarrón que hoy vive su día grande. También Pozuelo de Tábara acompaña a la carrera al Tafarrón y Ferreras de Arriba y Villarino se echan a la calle para mostrar sus credenciales del pasado, su historia más íntima y no solo la que marca el calendario, también la emocional, la que no se escribe en los manuales.

Porque eso son las mascaradas de invierno, libros abiertos que airean el sentir de pequeñas colectividades que han conservado una cultura que ya está dando las boqueadas. No es fácil para los protagonistas de estas celebraciones explicar lo que significan sus manifestaciones más singulares. Pero en ellas está todo. Hace falta saber leer, es verdad, en un libro sin letras, de símbolos, de pequeños apuntes gestuales, de estrafalarios atuendos, de caretas informes que beben en el chamanismo y las religiones animistas, de escenificación y teatro, de reminiscencias agrarias, guerreras, todo un mundo abierto a mil influencias, también a las interpretaciones del mundo que hace el cristianismo.

Las mascaradas tienen un valor etnográfico impagable. Tienen la virtud añadida de que son mucho más que un museo. Siguen vivas y, por tanto, mantienen abiertos los poros de la esponja: son permeables y se abrazan a la influencia de la cultura al uso, ahora con indudables chispazos urbanitas.

Quien quiera aprender que vaya a los pueblos donde se celebran mascaradas. Allí, en las distintas funciones bulle el respirar agrario, la marca del tiempo, una cosmogonía abiertamente cerrada. Se aprende mucho, de verdad. Solo hay que saber mirar y sentir. Y el que no quiera, que haga mutis, como en la comida del Zangarrón de Sanzoles.