Refresca y el tiempo grita que todo puede cambiar de la noche a la mañana. Hasta hace nada, respirábamos sudor y dormíamos con los poros abiertos, buscando oxígeno. Es lo que tenemos los humanos, que lo efímero nos parece eterno, que creíamos que ese calor de hace días podía durar todo el verano. Pues no. Hemos vuelto a sentir el aire, lo hemos oído en nuestro rostro. Y por dentro también, que ha sido como un chorro de vida.

Todo cambia para seguir estable. Y cuando nos parecía que esa languidez estival iba a durar hasta octubre, pues no; se rompió por los costurones. Y ahora también Zara viene a recordarnos que la tranquilidad no es propia de la condición humana. Ella, que se mueve como una lagartija en el rechisol y brinca como un canguro nervioso, está enferma. No sabemos qué le pasa. De la noche a la mañana ha perdido vitalidad, cuando se levanta, y enhebra el cuerpo gordinflón que tiene, se queja. Es un lamento tan afilado como el de un bebé recién nacido. Y hace ese mismo daño. ¿Qué te pasa Zara?, pregunta mil veces Valentina creando una cortina de desazón. ¿Qué te pasa Zara?

Apenas come y está triste. Se ha desinflado como esa vejiga última que queda en el palo del Zangarrón al final de la mascarada. No corre, no brinca, no chupa, no juega. Se queja y te mira con esos ojos de café con leche que se han teñido de su piel barcina. Ya ni se acerca a la finca de Juanfrán a asustar a los conejos, que se ríen de ella los muy cabrones porque saben que la valla de hierro es un escudo infranqueable.

Los niños la tocan, la acarician, la miran conmovidos cuando vivaquea con movimientos dolientes junto a la piscina, que ni siquiera se atreve a beber el agua clorada. Mientras, Rais anda a lo suyo, a olisquear de aquí para allá y a dejarlo todo perdido. Ni se inmuta porque Zara esté pachucha. Así es él. Es el único que no está preocupado. A ver qué nos dice la veterinaria.