Es en este tiempo de canícula y sudores cuando más te das cuenta de que vivimos en una provincia amarilla, como un melón patatero un poco pasado. Zamora es un territorio hermoso, berrendo y seco que se pinta de barro para coquetear con el estío. Se echan en falta los oasis, los remansos verdes donde sacar a relucir los costurones del alma. Hay pocos árboles y muchos eriales y testeros encanecidos que evocan la vejez, los culos huesudos y viejos de aquellos que se han dejado la piel por las esquinas.

Solo un 23% del millón de hectáreas que suma la provincia es terreno forestal. Hay más de 250.000 hectáreas de eriales y pastos que no se aprovechan, esa superficie que ahora aparece monda y lironda, amarilla pajiza, la que da a este territorio la sensación de ingravidez, de transición, de desvalimiento. En este campo tampoco han hecho los deberes las administraciones y sus gestores, los políticos. ¿Cuánto se ha reforestado desde que la Sierra de la Culebra se plantó de pinos?

La masa forestal es riqueza, el mejor antídoto contra los efectos del cambio climático que, toc, toc, llama a la puerta. La imagen de esas grandes extensiones de terrenos sin un árbol, sin cultivos agrícolas, solo hierba seca y arrugada, hacen que el ánimo se esconda bajo tierra. ¿Pero es que los que mandan no se dan cuenta de qué plantando árboles se conquista el futuro, de qué el terreno forestal dulcifica el clima? Difícil que entiendan lo más obvio quienes viven solo pensando en el hoy y las matemáticas electorales.

No podemos darnos por vencidos. Hay que exigir a los nuevos inquilinos de las instituciones y corporaciones zamoranas que inviertan en verde, que piensen en el futuro, que reforesten (a poder ser con árboles autóctonos) y que de una vez gobiernen con sentido común. Aquí los árboles sí nos dejan ver los bosques y a los políticos de zanjas y zarandajas. Por cierto, ¿dónde están los dos millones de árboles que había que plantar para cobrar la PAC? Ese es otro cantar.