Arde Notre Dame y Europa se aprieta como si estuviera a punto de congelarse. Con las llamas aflojando los tornillos de la historia, un escalofrío recorrió el mundo y la sombra yihadista se posó en el corazón del planeta. Parece que no, que la tragedia es consecuencia de un descuido, de una fatalidad, pero aún es pronto para sacar conclusiones. El fuego ha vuelto a devolvernos a lo que somos: cañas supuestamente pensantes, tergiversando un poco el mensaje del francés Blaise Pascal. Todo es nada en un instante que se hace eterno. Así somos: la eternidad del viento que se encalma siempre tras la tormenta.

La crónica del suceso ha venido aureolada en los medios de comunicación con una frase: el fuego destruye la catedral de París, el edificio histórico más visitado de Europa. O sea símbolo de occidentalidad y también económico. El impactante suceso ha hecho que todos nos toquemos abajo y miremos a nuestras propias catedrales, a su seguridad. Hay dudas. Y desde luego éstas son más que razonables en el caso de la mayor parte de los templos que tenemos junto a nuestras casas.

La tragedia ha confirmado lo que ya intuíamos, que hay obras humanas que tienen vida propia, alma y corazón. Y que los edificios cristianos en Occidente son más que torres destacando en medio de la verticalidad, son un símbolo de una cultura de la que no podemos renegar porque estamos imbricados en ella, somos gotas de ese océano que nos presta el medio para vivir.

Si alguna lectura tiene que tener el desastre de París es que tenemos que valorar aún más esos templos que destacan en nuestras ciudades, en nuestros pueblos. La España Vaciada es también la España Invisible, donde lo único que destaca ya son las espadañas de las iglesias. Cuidémoslas. Es una obligación.