La muerte del otro remueve conciencias y activa nostalgias y recuerdos, sobre todo cuando uno ya navega en los últimos barcos, los que permiten ver toda la flota. Con Luis Cid Fontán se ha ido la Zamora en blanco y negro que quiso pintarse de colorines, la Zamora que se negó a emigrar al País Vasco y Cataluña, las regiones mimadas por el franquismo. Presidente de la Diputación entre 1983 y 1991, puso la institución provincial en el centro político de una tierra que fue empujada con vesania hacia los nuevos tiempos, los del liberalismo sin conciencia.

Cid Fontán fue un político de raza, el último de Zamora, con todas las virtudes y defectos que se le suponen a un hombre que gestiona la institución más poderosa de la provincia, un virreinato con gran autonomía y fondos redondeados con el canon energético (la limosna que pagaban las eléctrica; hoy ni eso). Abrió a todo el mundo las puertas de su despacho y atendía a quien se lo pidiera, aunque a sus enemigos les cayera la del pulpo nada más que se dieran la vuelta.

Llevó el saneamiento a todos los pueblos de la provincia, mejoró calles y carreteras con hormigón y brea; llenó, con su amigo Casto Lorenzo, todos los descampados de frontones, que ahí están, llenos de desconchones y vacíos. Hizo obras y obras, aquí, allá y acullá. Tantas, que el dinero se hizo líquido y la riada formó un mar de intereses del que bebieron los casos Zamora y Antorrena.

Luis Cid era un orador de lustre. Que se lo pregunten a Aznar cuando era presidente de la Junta de Castilla y León. Fue en Tierra de Campos, con motivo de la inauguración de un pequeño tramo de carretera en Villalba y fue en Fermoselle, en la inauguración de un centro social. El zamorano ganó por goleada. Se ha ido un símbolo de la Zamora en blanco y negro, esa que tenía mucha más vida (y jóvenes) que la actual. Pura contradicción.