No más brindis al sol, que esta tierra necesita romper arados más que contemplar el vuelo bajo de las golondrinas. La jornada por el Impulso del Corredor Atlántico del Noroeste que acaba de celebrarse en Santiago de Compostela con la presencia de los presidentes de Castilla y León, Galicia y Asturias ha vuelto a repetir el guion y se ha convertido otra vez en un enunciado de buenas intenciones y en foro de lo que debe hacerse, aunque nadie sabe quién debe hacerlo ni cómo.

Bien está que, por una vez, Zamora cobre cierto protagonismo (hasta ahora siempre había estado en un rincón en reuniones como la de Santiago) y que Herrera haya pedido que la -escasa- infraestructura ferroviaria de esta provincia, una vez que el AVE hacia Galicia alcance su pleno funcionamiento, se convierta en vía de transporte de mercancías (¡Cuánta falta hace a este país descargar las carreteras de camiones!). O que se desdoble la A-11 (la autovía que más vertebra Castilla y León) hasta Portugal. O que el medio ambiente sirva para el desarrollo del territorio y la lucha contra la despoblación. Bien está todo eso, pero ¿cómo se va a llevar a cabo, quién va a poner los fondos?

Herrera, Feijóo y Fernández lanzan su mensaje y se quedan tan panchos. Como si en la intención estuviera el objetivo. Qué lo haga Madrid, qué lo haga Bruselas, ¿quién tiene la responsabilidad de tomar medidas para evitar que el noroeste del país acabe convirtiéndose en una reserva de la nada? Nadie sabe, nadie quiere saber.

Lo que falta en reuniones como la de Santiago es que los políticos se crean sus propias propuestas y que sientan el aliento de los ciudadanos sobre sus cogotes. No ocurre nada de eso: se han convertido en hacedores de hojas de rutas, de intenciones. Y los ciudadanos en sujetos pacientes y objetos virtuales. El destino ya no lo escriben los dioses.