Surgen entre la niebla y el frío, fiestas hiemales que llenan los pueblos de cencerros y carreras, de vida. Las mascaradas de invierno ya están aquí y transforman una treintena de localidades zamoranas, que pasan del gris silente del barro a la algarabía infantil de colorines en un instante. Sanzoles, con el Zangarrón, y Pozuelo, con el Tafarrón, abren el ciclo, pero en estos días la magia de caretas y atropos hacen el milagro en muchas comarcas que se iluminan de luz, la que desprende la gente, rara avis en una provincia que se desangra.

Que nadie se las pierda. Las mascaradas son mucho más que una juerga para sus actores. Son un libro abierto en el que hay que saber leer. En su barriga está la magia del teatro más puro, el que surge de abajo; en su estómago bulle la cultura rural, la agraria, la que daba nombre a todas las cosas; en su cerebro, la prehistoria y la historia de una comunidad dedicada a sacar lo mejor de la naturaleza, y en su corazón, el orgullo de un colectivo que saca pecho por unas horas y transmite la creatividad más pura, la del directo.

Celebraciones ancestrales, donde aún palpita el sentido de tribu y la autoridad del chamán, que han ido impregnándose de usos y costumbres propios de una sociedad cambiante, pintadas de sentimiento militar, religioso, lúdico, una cosmogonía que se ha hecho con mil ecos, mil influencias, que hay que saber leer para entender, un mensaje universal que está ahí para disfrutar.

Hay que hacer fuerza entre todos para que lo más pronto posible las mascaradas de invierno consigan el paraguas de la Unesco, el de patrimonio inmaterial de la humanidad. Sería la mejor forma de preservarlas y de mantener el libro abierto que nos muestra un universo que iluminó el mundo durante miles de años. Volvamos estos días a disfrutarlas, sintiendo que su mensaje es profundo y abre la senda del arte a pesar del olvido de la cultura oficial. Son, ahora, lo más vivo del ámbito rural, un espacio arrinconado y machacado.