Nunca ha sido esta tierra de mirar hacia adelante (siempre hemos estado pendientes de esos lobos, ataviados con piel de cordero, que nos querían comer las ovejas), pero ahora mucho menos: la niebla meona no deja ver un burro a tres pasos. La provincia se ha llenado de retrovisores. Los pocos faros que alumbraban hacia adelante se han apagado y solo quedan espejos enfocados hacia la retaguardia. Vivimos aletargados, en un puro lamento. Es como si todos los zamoranos ya nos hubiéramos resignado a vivir sin mañana, tras pagar con el presente el precio del pretérito.

"Lo veo muy mal, esto no tiene arreglo", se oye en las esquinas y los despachos. Hasta los políticos han doblado el espinazo de la verborrea y ya no venden humo: en vez de cuentos presentan cuentas, tristes y blanditas, para salir del paso. Hemos aceptado el destino de la falta de destino y Zamora camina dibujando eses sobre el asfalto que se nos hunde nada más que caen cuatro gotas.

Un golpe, un susto, un empujón, esta provincia necesita urgentemente un cubo de agua helada sobre el rostro. El enfermo que no quiere curarse se muere aunque la enfermedad, en principio, curse sin aparente gravedad. Zamora precisa, ahora más que nunca, cariño, mimos, que le digan que es guapa, trabajadora, leal; requiere que le mientan para sacarla del estado casi vegetativo en el que está. Ya sé, ya sé, que la han engañado mucho, pero ahora urge que alguien pare su deterioro como sea.

Trampantojos y placebos, todo vale. Por Dios que alguien mienta a esta provincia y le diga que se va a curar. Y a lo mejor se cura.