A las dos Españas de Machado que nos siguen helando el corazón se han unido otras muchas que nos oprimen el alma. La que quiere borrarse el nombre está de moda. Es la supremacista, la insolidaria, la que echa cuentas y quiere aprovecharse de las matemáticas para vivir mejor, despreciando el pasado, un proceso que se olvida de lo esencial, del hombre y la mujer, del capital humano. Está también la cainita, que pasa temporadas aparentemente invernada, y que en los últimos tiempos ha cogido músculo en las redes sociales y lo exhibe dando mandobles a diestro y siniestro.

Pero hoy quiero hablar, por oposición a la España vacía (mejor llamarla invisible), de la España insatisfecha. Es la más grande de todas y se manifiesta en grandes colas de vehículos saliendo de las ciudades los fines de semana, vacaciones y fiestas de guardar. Más de seis millones de desplazamientos en el último "puente" han vuelto a sacar a la luz ese malestar sordo, inconsistente, que engorda cada día en el género humano que nos habita.

Resulta paradójico que la mayoría de los que salen huyendo a la carrera de las grandes urbes vayan a relajarse y recuperar el resuello a la España vacía. Algo -o mucho- falla en este sistema incongruente que propicia que todos vivamos en grandes aglomeraciones y que después nos invita a salir unos días del humo y del trajín para volver al origen, a la claridad. ¿No sería más lógico que se potenciaran las ciudades medianas y pequeñas, pegadas al campo, donde todavía late la cultura de lo natural y se atisba la familia y el pasado?

Si primara la lógica en las cuestiones demográficas seguro que no tendríamos los problemas de contaminación y de tráfico que envenenan el ámbito urbanita. Tampoco habría España vacía ni España insatisfecha. ¿Las dos Españas de Machado? Esas, desgraciadamente, sí.