Hay un tiempo para ver pasar las nubes y buscar en su barriga explicaciones a lo que pasa a ras de suelo, emular al gran Virgilio y esperar. Ese tiempo ha llegado, lo que no significa que haya que vivir en el aire, pegado a la inconsistencia de la nada. Somos suspiros de presente, que se sustancian en silencio si alguien no los escucha. Y si los siente, llegarán hasta donde llegue el oyente, no más. Eso somos, lo que quieran los demás.

Me he puesto a la tarea y miró hacia el cielo con ojos casi secos de realidad. Veo pasar un cirrus con forma de pistola que identifico con la Zamora temblorosa, aquietada por mil cuitas, que está aquí, a mi altura. Me pregunto que será de ella mañana. La veo solitaria, transitar entre cristales minúsculos, apagada. Me da pena.

Clavo los ojos entre la gasa de marfil y allí veo un grupo de personas que intentan enjaular en tarros relucientes el polvo etéreo que conforma una geografía que no está hecha para volar. ¿Qué querrán los embotadores? ¿Llevarse lo que queda de una provincia desdibujada, silenciosa?

Al otro extremo de la forma blancuzca observo a otro grupo de personas que soplan con fuerza. ¿Qué estarán haciendo? Parece que quieren empujar algo, ¿el espacio por el que circula la nube? No sé. Todo es muy extraño. Los dos colectivos están alejados, prietos en su tarea, ajenos a lo que ocurre a su alrededor.

En el medio, una gran multitud, que calla y espera. No hace nada, está sentada. La nube se torna más oscura, como si quisiera romperse. Tanto se emborrona que no deja pasar la luz. La forma de pistola se difumina en mil formas pequeñas, ininteligibles. Abro los ojos y me doy cuenta de que he estado dormido. El tiempo de ver nubes ha llegado.