El almendro desvalido crece, minúsculo y desgarbado, en medio de un erial donde, a pesar de la lluvia, no se ve ni un respiro de vida. Tan pequeño y tan arrogante. Saca pecho y luce su reluciente cabellera: blanca nacarada, irisada de rosa. No sabe lo que le espera, si lo supiera no se reiría del humano que a tres tiros de piedra se arrodilla y clava las manos en la tierra. No oye lo que dice. La viña duerme, ya sin pelo, sueños de ambrosía, de bayas reventonas, de cosecha tinta, engendrada una tarde del febrero más tardío que se manchó de blanco al querer descorrer una nube. Los patos encelados parpan deseos naturales preñados de vida. Se asusta y tiembla cuando dos perrazos enormes olisquean su cuerpo de mimbre. Son labradores de ciudad que no encuentran ni su sitio ni a su amo. Se van buscando la querencia del Talanda más seminal. Respira el olor blanco de su padre, que crece en la esquina del camino, orondo y retador. A él sí le escuchó rezongar hace un rato que "mal pinta el aire del norte, pequeñajo, pega los pies abajo, en lo más húmedo, que la blanca viene con la guadaña y no distingue lo tierno del cuero". La frase se le queda clavada toda la noche como un amoriseco entre la uña y la carne. Y cuando vuelve la luz se da cuenta de su contenido. Apenas le quedan estrellas, la mayoría yacen yertas a sus pies como mariposas acorazonadas, manchas de colcha con pecho de petirrojo. La asesina ha hecho su trabajo, en silencio, bajo la oscuridad y el frío intenso de la vega. Oye quejarse a las pocas flores que le quedan medio prendidas en su cabeza. Le duele todo el cuerpo y nota abajo la humedad salvadora que ha evitado que la tragedia fuera aún mayor. "Maldita primavera", grita volviendo la cabeza hacia su padre que también esconde, como puede, los daños incruentos de la daga fría y asesina. "Maldita primavera", contesta su padre. Y cabrona.