Somos cañas pensantes, como decía Pascal (por cierto, el filósofo francés pecó, sin duda, de optimista, por lo del adjetivo), o sea muy sensibles a los elementos. Tanto que estamos expuestos a mil vicisitudes, a mil decisiones de las que somos ajenos. Hay sectores de la población que más que cañas son mimbres, juncos, sacudidos con vesania por unos y otros. En ese cesto está, sin duda el colectivo de cazadores.

Malditos para una buena parte de esta sociedad, tan blandita como incongruente y urbana, a la que repele todo lo que huela a ámbito rural, son permanentes muñecos de pimpampum. Cada poco se encuentran con leyes y normas que vapulean la práctica cinegética y que, a la larga, buscan dar carpetazo a una actividad que, para bien o para mal, se viene ejerciendo desde los tiempos oscuros.

La última novedad impuesta es un decreto del Ministerio de la Presidencia y para las Administraciones Territoriales que obliga a los cazadores que participan en batidas y monterías a "gestionar" las vísceras de los animales abatidos. El Gobierno exige el "tratamiento" de las partes del cuerpo no aptas para el consumo humano. Esta exigencia, en esencia, supone más costes y encarecer las cacerías para los participantes. O sea, trabas, lo que hará que se abatan menos animales. Hasta los ganaderos en régimen extensivo han salido a la palestra advirtiendo que la medida puede acabar perjudicando a sus reses.

No entro si en este caso es imprescindible la medida porque no se pueden ir dejando restos a diestro y siniestro por el campo, pero lo que no es de recibo es que decisiones que afectan a un colectivo se tomen al margen de él, sin consultar, porque sí. Eso es desprecio y ningunear.

Hay colectivos criminalizados y apestados por una sociedad avanzada y moderna que desprecia a los trogloditas.