No quiero que te quedes aquí, pegado a la tierra, inmóvil, mirando al cielo como un cabrón, impotente; marcha a la ciudad, hacia el humo, que el aire viciado que allí se respira vale más que el que se bebe a chorros en el pueblo". Y el hijo medita. Pedro quiere ser agricultor como su padre, que ahora le da consejos de abuelo. Ama esa sensación de libertad, que entra sin espuertas cuando la amanecida de septiembre rompe en sus pulmones y se hace carne. Sobre el tractor, aparejado con los cultivadores, que traza plano sobre plano, besana sobre besana, el mundo se achata, se hace real: tiene terrones, cantos, vida que se mueve, respira. A él le gusta ver cómo crece el trigo, meter la mano en la tierra caliente cuando llega abril sin avisar, ver resucitar la viña cada año, todo un destino en seis meses, hollar los mismos caminos que sus antepasados, hurgar en las mismas parcelas, hacer brotar un árbol de una semilla diminuta. "Ya sabes lo que hay, a ti no te pueden engañar, esto es una puta mierda, te pagan lo mismo que hace 20 años; con la PAC lo tienen todo hecho, te adocenan, te dirigen, te rompen la cerviz; siempre aguantando y encima te llaman pedigüeño?". Pedro medita y piensa en María, su novia de ciudad, a la que gusta más pasear por la urbe que venirse al pueblo. Respira hondo y no contesta, mientras sube al tractor sigue escuchando la letanía de su padre: "Tú, echa cuentas: ¿cuánto capital necesitas exponer para poder sobrevivir? Hay que mecanizarse, labrar más de cien hectáreas en secano; los regadíos dependen también de los embalses. Ya ves este año, ¿cuánto llevamos sin regar?, ¿qué hemos cosechado de cereal". Enciende la radio: "Productores e instituciones coinciden en que hay que mejorar las ayudas a jóvenes agricultores. Hay deficiencias en la aplicación e intervención de las ayudas de la PAC?". Mira al cielo. Ni una nube. "No llueve ni pa Dios", murmura en alto, y se va.