El primo de Rajoy no tiene dotes de adivino. Ni otros tampoco ( "mea culpa") sobre el cambio climático o lo que sea. Algo está pasando en la naturaleza. En los últimos años, a partir de abril, cabalga desbocada y lo que antes era propio de un mes ahora lo es del anterior. Nunca, que uno sepa, a estas alturas la uva tinta estaba pintada, algunas variedades de blanca, como la albillo, maduras, las almendras abiertas y los higos reventones. Ya, ya, que esto no es general, claro que no, pero sí ocurre en una gran proporción de estos frutos, que los he visto con estos ojitos gastados y sin lágrimas.

Si mi abuelo Cirilo levantara la cabeza ahora (en este momento) y se diera un paseo por el campo de Sanzoles, pensaría que estaba a principios de septiembre que es cuando lo que se describe en el párrafo anterior ocurría cuando él vivía.

¿Y qué hacemos ante el nuevo panorama? Nada, lo mismo que en Madrid: asumirlo y apechar con lo que venga, y si hay que vendimiar a mediados de septiembre o antes, pues nos ponemos a la tarea y que el sol nos sea benigno.

Si mi abuelo, durante ese hipotético paseo por el campo, levantara la cabeza más allá de viñas, higueras y almendros, y posara los ojos sobre el terreno limpio, pensaría que estaba en otoño, en el mes de octubre: las tierras están barbechadas, no hay restos de maraños ni de paja, el campo está dispuesto para la sementera. ¿Qué ha ocurrido?

El cambio de color del horizonte tiene una explicación más sencilla (y más humana): la Junta, ante las graves consecuencias de la sequía, autorizó a adelantar la recolección cerealista, llovió a mares a principios de julio (entre 50 y 80 litros por metro cuadrado) y los agricultores se pusieron a barbechar como locos. El verano ha cambiado de ropaje: ha mudado el color pajizo por el terroso. Los cazadores de codornices están que trinan.