Buscaron las sombras de la luna para encontrar esas claridades propias que bastardean. Millones de personas salieron la noche del lunes a la calle para verla, súper y oronda; descubrir su belleza fría, repleta de goterones de ámbar. Alguien pensó que el mundo se había reconvertido, catarsis espiritual, y se había tornado animista. No, no fue así, que la inmensa mayoría de los que se perdieron en los altos de la noche plenilunada lo hicieron para llevarse a sus cámaras, a sus móviles, el alma de la cascabelera, la eternidad. La luna más gorda desde el año 1948, la más grande hasta 2034, esa necesidad azulada que tenemos todos de vivir lo que no ha soñado nadie.

Lástima que los artilugios no dejaran ver el objetivo. Una pena que la superluna no sirviera para reencontrarnos con la belleza de lo natural, esa que está ahí, vertical, en un edificio viejo plantado en la calle, la que tirita prendida en la nada de una mañana de niebla como la del domingo, donde llueve de abajo para arriba; el silencio mentiroso de la soledad de la llanura castellana; la estética oronda de una reunión de amigos donde las metáforas comen chorizo; ese hablar sin gestos entre una madre y un hijo, el sentir sincopado de una pandilla de adolescentes, que se entienden por gestos.

Lástima que los artilugios no dejen ver la belleza que se extiende a nuestro lado, solitaria y ambigua. La belleza no come en mesa de cristal ni es solitaria, que necesita la complicidad del que pasea, del que habla, del que siente.

No hay mayor disfrute -ni más barato- que el paseo por el campo descarnado, perderse por los barbechos mirando al suelo y buscar en la epidermis de la tierra signos de otros que hayan estado por allí. Les aseguro que los hay y muchos. Piedras y cantos hablan. Cuentan mil historias de quien los tuvo en sus manos, de quien los golpeó, los labró, de la naturaleza que los maltrató y los bendijo.

El cielo siempre es bello. Empedrado o arlequinado de estelas. Es soñar, trascender a este mundo tantas veces miserable. Hay que mirar la superluna y todas las lunas. Pero, por Dios, sin artilugios, a puro huevo.