Me gusta el campo, la libertad que dan los espacios abiertos, esa sensación de plenitud que te llena cuando estás a cielo abierto. Disfruto con mi trabajo, el de agricultor. Soy consciente de que mi esfuerzo tiene premio, el de la satisfacción de quien consume todos los días los alimentos que están elaborados con la materia prima que yo cultivo, que yo hago nacer de la tierra. Por eso me quedé en el pueblo. Y porque labrador fue mi padre y mi abuelo. Y seguramente muchas generaciones de mis antepasados. Mi oficio es ayudar a crecer a la naturaleza, prestar el camino para que la vida pase a caballo. Cuando decidí no seguir estudiando me quedé aquí, en el pueblo, porque estaba convencido de que hacía lo mejor. Trabajar bajo el sol, soñar bajo la luna, un lujo. Podía haberme ido con mi hermano a Madrid. A trabajar en la gasolinera que montó. Le ha ido muy bien. A él esto no le gustaba, tenía otras pretensiones. Yo me quedé porque quise y he modernizado mi explotación a base de créditos y ayudas. Luché para conseguir los regadíos. Aquí he establecido mi familia: Ana, Juan y la pequeña Eva, ojazos de luna la llamo y se ríe. Te cuento todo esto para que entiendas que soy una persona convencida de que el campo, la agricultura me gusta, es mi vida. Pero no puedo más. En los últimos años esto es un sin dios. Mimas la cosecha y cuando está ahí, te la comen. Maíces, girasoles, viñas, huertos, cereales, les da igual. Las ganaderías tampoco se libran: ovejas, cabras, caballos, hasta las gallinas. Jabalíes, ciervos, corzos, lobos, zorros, rapaces, urracas, tordos? se han apoderado del campo. Nadie puede hacerles frente. Nos han derrotado con la ayuda de la Administración, de la sociedad. Aquí todo el mundo mira para otro lado. Reconozco que me han vencido. Estoy derrotado. Acabo de llamar a mi hermano y le he dicho que me contrate. Que me voy a Madrid. Aquí tengo a Ana, Juan y Eva, ojazos de luna la llamo, que no paran de llorar. Pero la decisión está tomada, nos vamos.