Resulta que han descubierto ahora los beneficios que el campo tiene para los niños. Se podían haber ahorrado el coste del estudio si nos hubieran preguntado a quienes pasamos la infancia en el pueblo, los que vivimos los primeros años pegados a una cultura rural muy marcada, quienes aprendimos a apreciar los cambios de tiempo, los que nos bañábamos y pescábamos en pozas (las llamábamos cespederas) de arroyos repletos de cieno donde bebían las vacas. Esa sensación de libertad nunca se olvida, aunque la de entonces estuviera tamizada de vetas de miseria. A quienes han hecho el estudio les hubiéramos dicho que sí, que en los pueblos todas las cosas tienen nombre, se aprende que la naturaleza mancha y muge, que las madrugadas se abren a la luz con el sonido de la vida, que brota esquinado de gallos, perros y pájaros. Que la tormenta irrumpe loca por la tarde, pero que se forma en una nube enana transparente pasado el mediodía. Les hubiéramos dicho que a los animales domésticos se les cuidaba y mimaba, porque tenían un fin: hacer más llevadera la vida a las personas. Y que la sangre estaba presente en cada esquina porque la vida se apoya en la muerte para sobrevivir y perpetuarse. Es verdad que desde nuestra niñez, han cambiado mucho las cosas en el ámbito rural. Tanto que los pueblos ya no se rigen por leyes naturales, sino por normas aprobadas por parlamentos que integran ciudadanos, hombres de ciudad. Que la cultura de la restricción y la renuncia se han impuesto alentadas por la cultura proteccionista. Pero, aún con el cambio de color, el campo sigue ofreciendo beneficios para niños y mayores. Lo que ocurre es que como los humanos somos tan contradictorios, aún reconociendo las bondades de los espacios abiertos para la salud y el espíritu, nos empeñamos en vivir en los mismos sitios, apiñados y estresados, hipotecados de por vida para pagar un solar mínimo al que llenamos de cemento y ladrillos. Para lo que sí hace falta un estudio es para conocer los entresijos que mueven a la especie hacia la autodestrucción.