El país vive, ahora, en una isla de desesperanza. No hay españolito de a pie (o catalanito o vasquito, que cada uno se pone el adjetivo que quiere) que no respire entre cuerdas cuando piensa en el mañana. Hay tantas incógnitas por resolver que pesan las dudas como la pirita. Pero no todo el mundo tiene el mismo ahogo, hay quienes suman la bronquitis de la actualidad a una pulmonía crónica, inoculada por una sociedad a la que gusta desnudar al vestido.

El fin de semana conviví unas horas con ganaderos de ovino que trabajan amparados por la cooperativa Asovino. Es desasosegante comprobar como se desactiva a quien quiere trabajar con criterio, con proyecto. Los criadores de ovejas, productores de lechazos y de leche, sorprenden porque aún conservan un hálito de esperanza. Tienen esa fuerza que da la tierra, la naturaleza descarnada. Y eso a pesar de que viven en una isla dentro de una isla, de que nadie los quiere, de que su trabajo no se aprecia, de que las administraciones solo los ven como elementos pasivos (ellos, que desde que se levantan, solo hacen que crear).

La ganadería de ovino de Zamora está viva. Y eso es un milagro porque desperezar las ovejas todos los días cuesta un triunfo. Solo se logra apretando bemoles y ovarios hasta hacer un dique gigantesco que sobresale de la invisibilidad a la que condena la sociedad a este sector, que levanta cada jornada un puntal para que no se derrumbe del todo el ámbito rural.

La PAC aprieta, el Gobierno mira para otro lado, la Junta vocea bla, bla, bla y el vecino se queja de olores y balidos. Pastores, bah, cosa menor, dice el urbanita que se pasa el día cambiando papeles de sitio.

Ya está bien, qué alguien ponga cordura y diga, de verdad, que el rey va desnudo y que la lluvia cae del cielo. O que los ganaderos de ovino necesitan apoyo porque cumplen un servicio público inestimable: dar de comer, crear disfrute.